Test Drive | Page 230

Pero hombre, el profesor Helbronner era perito en los tribunales y había tenido contacto con más de un alquimista, verdadero o presunto. Un día envió a Citronenbaum a que entrevistara a un señor que trabajaba en el laboratorio de ensayos de la Sociedad del Gas. Este señor le advirtió que tanto Helbronner como Joliot y sus colaboradores, para no hablar más que de los franceses, estaban al borde de un abismo. Le habló de los experimentos que estaban realizando con deuterio y le dijo que esas cosas las conocían ciertos hombres desde siglos atrás y que por algo habían guardado silencio, archivado todo cuando los experimentos llegaron a cierto punto, y relatado lo que sabían en un lenguaje que parecía disparatado, pero que en rigor era cifrado. Le explicó que además ni siquiera eran necesarios la electricidad y los aceleradores, que bastaban ciertas disposiciones geométricas de materias extremadamente puras para desencadenar los poderes nucleares. Por qué todo aquello había sido silenciado? Porque a diferencia de los físicos modernos, herederos de aquellos salones ilustrados y libertinos del siglo XVIII, en esos alquimistas existía una preocupación fundamentalmente religiosa. Claro, no hablaba de todos: había habido, en su inmensa mayoría, macaneadores y charlatanes, individuos que hacían el cuento del tío al rey o al duque fulano, gente que a menudo terminó en la horca y la tortura. No, él hablaba de los genuinos, de los iniciados de verdad, de esa cadena de hombres como Paracelso o el conde de Saint-Germain, y hasta el propio Newton. Conocía las ambiguas pero significativas palabras de Newton en la Real Academia? Toda la historia de la alquimia, al menos la que trascendía hasta nosotros, gente materialista como somos en esta civilización, hablaba de transmutación del cobre en oro y otras paparruchas, meras aplicaciones en todo caso de algo vertiginosamente más profundo. Lo esencial era la transformación del propio investigador, un secreto antiquísimo reservado en cada siglo a uno o dos privilegiados. La Gran Obra. Nos quedamos un rato en silencio, mientras tomábamos café. —Y éste es el hombre que desapareció hace poco? —pregunté. —Sí, apenas los diarios de todo el mundo empezaron a hablar de la fisión del uranio. Pero por qué desaparecer? Yo no entendía. Se encogió de hombros. La hipótesis de Citronenbaum era que ese hombre de la Société du Gas era ni más ni menos que Fulcanelli. Otro amigo de él, un tal Berger, pensaba lo mismo. Me quedé meditando en todo aquello, pero no terminaba de comprender para qué habían ido a verme. —Eso es largo de explicar —respondió—. Y además tiene mucho que ver con Citronenbaum. Pero desgraciadamente, ahora es tarde. No creo que quiera volver a verte. 230