Pero hombre, el profesor Helbronner era perito en los tribunales y había tenido
contacto con más de un alquimista, verdadero o presunto. Un día envió a
Citronenbaum a que entrevistara a un señor que trabajaba en el laboratorio de
ensayos de la Sociedad del Gas. Este señor le advirtió que tanto Helbronner como
Joliot y sus colaboradores, para no hablar más que de los franceses, estaban al
borde de un abismo. Le habló de los experimentos que estaban realizando con
deuterio y le dijo que esas cosas las conocían ciertos hombres desde siglos atrás y
que por algo habían guardado silencio, archivado todo cuando los experimentos
llegaron a cierto punto, y relatado lo que sabían en un lenguaje que parecía
disparatado, pero que en rigor era cifrado. Le explicó que además ni siquiera eran
necesarios la electricidad y los aceleradores, que bastaban ciertas disposiciones
geométricas de materias extremadamente puras para desencadenar los poderes
nucleares. Por qué todo aquello había sido silenciado? Porque a diferencia de los
físicos modernos, herederos de aquellos salones ilustrados y libertinos del siglo
XVIII, en esos alquimistas existía una preocupación fundamentalmente religiosa.
Claro, no hablaba de todos: había habido, en su inmensa mayoría, macaneadores y
charlatanes, individuos que hacían el cuento del tío al rey o al duque fulano, gente
que a menudo terminó en la horca y la tortura. No, él hablaba de los genuinos, de
los iniciados de verdad, de esa cadena de hombres como Paracelso o el conde de
Saint-Germain, y hasta el propio Newton. Conocía las ambiguas pero significativas
palabras de Newton en la Real Academia? Toda la historia de la alquimia, al menos
la que trascendía hasta nosotros, gente materialista como somos en esta
civilización, hablaba de transmutación del cobre en oro y otras paparruchas, meras
aplicaciones en todo caso de algo vertiginosamente más profundo. Lo esencial era
la transformación del propio investigador, un secreto antiquísimo reservado en cada
siglo a uno o dos privilegiados. La Gran Obra.
Nos quedamos un rato en silencio, mientras tomábamos café.
—Y éste es el hombre que desapareció hace poco? —pregunté.
—Sí, apenas los diarios de todo el mundo empezaron a hablar de la fisión del
uranio.
Pero por qué desaparecer? Yo no entendía.
Se encogió de hombros. La hipótesis de Citronenbaum era que ese hombre de la
Société du Gas era ni más ni menos que Fulcanelli. Otro amigo de él, un tal Berger,
pensaba lo mismo.
Me quedé meditando en todo aquello, pero no terminaba de comprender para qué
habían ido a verme.
—Eso es largo de explicar —respondió—. Y además tiene mucho que ver con
Citronenbaum. Pero desgraciadamente, ahora es tarde. No creo que quiera volver a
verte.
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