embargo, cuando empezó a clarear y salí de la cama estaba convencido de que la
pesadilla no era el resultado de ese simple sentimiento de culpa sino de algo más
profundo. Pero qué?
Me fui derecho a su cuchitril atestado de papeles cabalísticos. Era muy temprano,
había bruma y a través de la bruma veía la cúpula del Panteón de un modo que me
hizo sentir más melancólico que preocupado. Los acontecimientos con R. parecían
quedar ya muy atrás y al sentimiento de pavor había sucedido ese estado de
melancolía que se me acentuaba cada vez más en aquel París de 1938.
Subí hasta el cuarto y golpeé reiteradamente, porque debía de estar dormido.
Cuando por fin me respondió y le dije quién era, se produjo un silencio que duró un
tiempo excesivo. Yo no sabía qué actitud tomar. Pero por otra parte no quería irme
sin pedirle perdón.
Al cabo de un rato me acerqué a la ranura de la puerta y le dije en voz alta que
debía perdonarme, que yo andaba mal, muy mal, que aquella risa había sido
histérica, etc. Ya le dije que era una excelente persona (murió hace un par de
años), incapaz de rencor. Así que terminó por abrirme y mientras se lavaba me
senté en un sofá de tres patas: una pila de libros ocultistas reemplazaba a la que
faltaba. Intenté darle explicaciones, pero, con buen tino, me pidió que no lo hiciera.
-Lo siento por Citronenbaum —comentó, aunque no me explicó por qué, lo que mi
risa podía haber suscitado en aquel hombrecillo fanático.
Mientras se secaba, repitió: sólo por él.
Yo estaba avergonzado y pienso que él lo advirtió, pues tuvo la generosidad de
cambiar de tema, mientras preparaba café. Sin embargo, yo le rogué que me
hablara de lo que habían pensado hablarme en aquella visita. Levantó una mano
como diciendo que ya no importaba y quiso seguir con algo que le había sucedido el
día anterior con Bonasso.
—Por favor —le dije. Entonces, aunque de modo inconexo, volvió sobre el asunto
Fulcanelli. Buscó uno de sus libros y me lo alcanzó: tenía que leerlo.
—Vos sabés, nadie lo ha visto jamás. Este libro es de 1920, ves? En casi veinte
años no hay una sola persona que pueda decir quién es.
Y el editor?
Negó con la cabeza. Recordaba el caso Bruno Traven? Los originales llegaban por
correo. Con Fulcanelli al menos se sabía que llegaban a través de un cierto
Canseliet.
Entonces, resultaba fácil averiguar algo del autor.
No, porque este Canseliet se había negado sistemáticamente. Comprendía ahora
por qué era importantísimo el encuentro con Citronenbaum?
No, no lo comprendía.
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