fofo sin que sus huesos se hubiesen desarrollado al mismo tiempo, no terminando
de adquirir las dimensiones adecuadas o, en caso positivo, como si esos huesos se
hubieran mantenido al estado blando o cuasi cartilaginoso: siempre se tenía la
impresión (no el temor, porque nadie lo quería) de que si no se apoyaba en algo,
una pared o una silla, podía venirse abajo, como un flan demasiado alto para su
consistencia y peso. Aunque peso —había reflexionado más de una vez— lo que se
llama peso, seguramente no podía ser muy grande, por la calidad esponjosa de la
materia que lo componía, por una excesiva cantidad de elemento líquido o gaseoso,
tanto en sus poros como en sus intestinos, estómago, pulmones y, en general, en
cada una de las cavidades o resquicios de que dispone el cuerpo humano. Esa
impresión de enormidad gelatinosa se acentuaba por la cara de bebé. Como si a
uno de esos chiquitos gordos y rubios, de piel blanquísima y ojos de un celeste
acuoso, que se suele ver en las natividades de los pintores flamencos, se lo vistiera
de hombre, con gran dificultad se lo pusiese de pie, y luego se lo observara a
través de un colosal lente de aumento. En su opinión, sólo un detalle revelaría el
grave error: la expresión de su cara. No era la de un bebé sino la de un perverso,
ingenioso, enciclopédico y cínico anciano que hubiese pasado de la cuna a la vejez
espiritual sin antes conocer la fe y la juventud, el entusiasmo y el candor. A menos
que hubiera nacido ya con esos atributos finales, en virtud de vaya a saber qué
teratológica transmigración, de modo que ya tomando el pecho de su madre la
pudiera haber observado con aquellos mismos ojos de perverso y escéptico
cinismo.
Lo vio llegar al café con su manera de caminar ligeramente de costado, con su
cabeza rubia medio inclinada y mirando de soslayo, como si para él la realidad no
estuviera nunca delante sino a la izquierda y un poco abajo. Cuando entró,
instantáneamente, Sabato recordó su relación con Hedwig. Una de aquellas
relaciones de Costa que, más o menos que sexuales, estaban determinadas por su
infinito snobismo, tan poderoso y ferviente (quizá lo único ferviente en su espíritu)
que hasta podía capacitarlo para el acto sexual; porque no era posible imaginar una
mujer en la cama con aquella masa de materia lechosa. Aunque, meditaba, nunca
se sabe, porque el corazón de los seres humanos es inagotablemente desconocido y
el poder del espíritu sobre la carne, milagroso. Fuera como fuera, en esas
relaciones
con
mujeres,
que siempre
concluían
con
la
separación
de
los
matrimonios, no podía ser el cuerpo lo que prevaleciese sino el espíritu; una
perversidad, un sadismo, un diabolismo que, de cualquier modo, no podían
caracterizarse sino como fenómenos espirituales. Pero si esos atributos podían
atraer a una mujer sofisticada, era arduo concebir que pudieran atraer a Hedwig,
que no era ni sofisticada ni frívola, y que no estaba para problemas personales.
Quedaba una sola explicación: que fuese un simple recurso (pero, por favor, era
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