REAPARECE SCHNEIDER?
Al otro día se levantó como si se hubiese bañado en un transparente río de
montaña después de haber chapoteado durante siglos en un pantano plagado de
serpientes. Tuvo la seguridad de que saldría adelante, escribió cartas que
permanecían sin respuesta, le dijo a Forrester que aceptaría la invitación de la
universidad norteamericana, cumplió con citas y reportajes postergados. Y sintió
que apenas esas tareas secundarias fueran cumplidas podría acometer de nuevo la
novela.
Salía de Radio Nacional y caminaba con euforia por la calle Ayacucho cuando le
pareció que en la vereda de enfrente estaba el doctor Schneider, casi en la ochava
de Las Heras. Pero entró rápidamente en el café que hay en esa esquina. Lo había
visto? Lo había estado esperando? Era realmente él o alguien parecido? A esa distancia es fácil una equivocación, sobre todo cuando se es propenso a superponer
imágenes obsesivas sobre maniquíes, como tantas veces le sucedió.
Se acercó lentamente a la esquina, vacilando entre lo que quería y no quería hacer.
Pero al llegar a pocos pasos, se detuvo y, dándose vuelta, se fue en sentido
inverso. Casi huyó. Esa es la expresión. Si ese hombre había vuelto a Buenos Aires,
o, por lo menos, si permanecía durante temporadas, cualesquiera fuesen sus
viajes, y siendo conocido de personas que también él conocía, cómo jamás había
noticias de él, siquiera indirectas?
Era posible, ahora, que su reaparición estuviera vinculada a la sesión del señor
Aronoff y su gente? Parecía demasiado exagerado imaginarlo. Por otra parte, si
durante tantos años había permanecido invisible, al menos para él, y de pronto se
ponía a su alcance, quizá dejándose ver o entrever a propósito, no era como un
signo deliberado? Como una advertencia?
Se hacía todas estas reflexiones, pero luego, pensándolo más, se decía que de
ninguna manera podía estar seguro de que aquella persona corpulenta hubiese sido
realmente Schneider.
Había una sola forma de averiguarlo. Venciendo su temor, volvió hacia el café, pero
cuando estaba a punto de entrar vaciló, se detuvo y luego, cruzando la avenida, se
quedó a observar amparado por un plátano. Allí permaneció cosa de una hora,
hasta que vio llegar al Nene Costa, con su cuerpo cartilaginoso, como un bebé maligno que hubiera crecido como los hongos hasta adquirir un corpachón enorme y
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