su cabeza, sí, sí, debes expulsarlo, debes expulsarlo. El chico se retorcía, parecía
que de un momento a otro iba a vomitar, hasta que efectivamente lo hizo, y hubo
que limpiarlo y pasar un trapo por el piso. Mientras tanto, la rubia había abierto el
piano y con los puños cerrados, torpemente, golpeaba el teclado, gimiendo que era
imposible, que no podía. Pero el señor Aronoff volvió su brazo extendido sobre ella
y con su voz grave y poderosa le repitió su orden de hacerle llegar un mensaje al
señor Sabato. La señora Esther, entretanto, respiraba cada vez más profunda y
ruidosamente, con su cara cubierta de sudor. Hable, hable! le ordenaba Aronoff.
Usted está tomada por la Entidad que lucha contra el señor Sabato! Hable, diga lo
que tenga que decir! Pero ella seguía agitándose y respirando en un ruidoso estertor, hasta que finalmente cayó en una frenética histeria y hubo que sujetarla entre
dos para que no destruyera lo que estaba a su alcance. Apenas se calmó un poco,
Aronoff volvió a repetir su orden a la rubia: Debes tocar el piano! le decía con su
voz autoritaria, debes hacer llegar el mensaje que el señor Sabato necesita. Pero
aunque la chica trataba desesperadamente de desentumecerlos, los dedos seguían
agarrotados por una fuerza superior a su voluntad. Golpeaba el teclado, pero los
sonidos que arrancaba eran torpes como los que obtiene un chiquito de corta edad.
Hazlo! ordenaba Aronoff, quien (Sabato no pudo evitar el sorprenderse) construía
sus frases como un español. Puedes y debes hacerlo! Debes hacer el esfuerzo que
en nombre de Dios te pido y te ordeno! Sabato sentía pena por la muchacha,
porque la veía gemir con sus ojos extraviados, sacudir la cabeza de un lado para el
otro, e intentar abrir sus dedos agarrotados. Pero entonces vio cómo Betty se ponía
de pie, con los brazos extendidos en la forma de alguien que ha de ser crucificado.
Con el rostro dirigido hacia el techo y los ojos cerrados mascullaba palabras
ininteligibles. Sí, sí, sí! exclamó Aronoff, dirigiendo su gran cuerpo hacia ella,
reacomodando su muleta para colocar su mano derecha extendida hacia la frente
de la mujer. Sí, Betty, sí! Eso es! Dime lo que tengas que decir! Haz saber al señor
Sabato lo que necesita conocer! Pero ella seguía mascullando palabras incomprensibles.
Hasta que de pronto oyeron acordes en el piano y tanto Sabato como Aronoff se
volvieron hacia la chica rubia, que, poco a poco, a medida que sus dedos
comenzaban a soltarse, ejecutaba IN DER NACHT, de Schumann. Era una de las
piezas que en aquel tiempo tocaba Jorge Federico! Sí, sí! gritó excitadísimo Aronoff.
Toca, toca! Que el señor Sabato reciba ese mensaje de luz! E imponía su mano
derecha, cargada de fluido, hacia la cabeza de Silvia, que a cada instante tocaba
con mayor precisión, hasta llegar a hacerlo en una forma que no podía esperarse en
un piano abandonado durante veinte años en un sóta no húmedo.
Sabato cerró involuntariamente sus ojos y sintió que algo estremecía su cuerpo y lo
hacía balancear. Tuvieron que sostenerlo para que no cayera.
21