revelador, pero sólo localicé una chapita enlozada, vieja y sucia, que con letras
blancas sobre fondo celeste decía H. Después de algunos momentos de indecisión,
bajé. Ya en el portón de entrada tuve una inspiración, al encontrarme con la
escrutadora concierge:
—La señorita del segundo H no está? —le pregunté.
La vieja se ajustó unos anteojos que debían de ser de la misma época de la chapita
enlozada y me observó con el cuidado con que los testigos policiales estudian al
sospechoso.
—Madame Verrier —rectificó.
—Sí, claro, madame Verrier.
—Tuvo un accidente, señor. Está en el hospital.
—Un accidente?
Temí que advirtiera el temblor de mi voz. Casi dije "ácido en los ojos", pero se me
aflojaron las piernas. Me apoyé en el portón.
—Le pasa algo? —preguntó.
—No, no, no es nada.
Tuve sin embargo la suficiente lucidez o astucia para preguntarle en q u é hospital
estaba, pues de otro modo la arpía era capaz de sospechar de mí. Volví a mi cuarto
para enfrentarme con la realidad. Tomé en mis manos la estatuita del mandarín:
eso al menos era corpóreo y probaba que aquel domingo había estado en el
Marché.
Pero, y el resto?
Y aquel tipo alto que me seguía y que desapareció entre las sombras en cuanto me
di vuelta, no era acaso R.?
Por aquellos días llegó Cecilia Mossin, con una carta de presentación de Sadosky.
Quería trabajar en rayos cósmicos, pero la disuadí: a mi juicio debía trabajar en el
laboratorio conmigo. Una esclava, pensé con astucia en medio de aquel
desbarajuste mental. Buena chica. La presenté a Irene Joliot-Curie, la aceptó y
empezó a venir con su delantalcito blanco y correcto. Me veía llegar a las diez u
once de la mañana, sin afeitar, medio dormido. Con horror sagrado asistía a mis
encuentros distraídos con Madame Joliot.
Fue por entonces que se me apareció Molinelli con alguien que era como debía de
haber sido Trotsky en sus épocas de estudiante: igual pero más chiquitito y
extremadamente flaco por las privaciones. Su nariz aguileña era muy afilada, pero
llevaba los mismos lentes sin armadura del conocido dirigente bolchevique, la
misma frente vasta, el mismo pelo revuelto. Su mirada, agudísima, provenía de
unos ojitos fulgurantes. Observaba a su alrededor con esa avidez intelectual que
sólo un judío puede llegar a detentar, esa avidez que a un judío analfabeto llegado
del gueto de Cracovia puede hacerle escuchar fervorosamente, durante horas, una
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