tendencia que tengo a dejarme adormecer por los recuerdos y las fantasías, a
medida que el alcohol me iba despertando los antiguos fantasmas, empecé a verme
en las calles de Rojas y luego en la escuela, contemplando los ojos de María
Etchebarne, hasta que desfiló todo el horrible proceso de aquella noche. Y aquel
correr hacia su casa empezó a suscitarse en mi espíritu con tanta intensidad que,
de pronto, sentí que debía volver a correr hacia ella. Hacia ella? Pero, qué
descabellada fantasía era ésa? Estaba mareado, muy mareado, pero volví a sentir
la misma e irresistible fuerza que aquella noche de verano me había impulsado
hasta la casa de los Etchebarne. Me levanté y comencé a recorrer de nuevo el
trayecto que había hecho antes siguiendo a la desconocida, hasta desembocar en la
pequeña calle de Montsouris. Hice el último trecho rápidamente, y sin vacilar puse
mi mano sobre el picaporte de aquel portalón del siglo XVII. Ni siquiera me
sorprendí de que no estuviese cerrada con llave, así que entré en el gran patio y,
como si alguien me condujera, subí una de las escaleras crujientes hasta el
segundo piso, caminé por un corredor apenas iluminado por una lamparita sucia y
mezquina hasta llegar a una puerta. La abrí. Estaba todo a oscuras, pero un gemido
dolorosísimo partía de alguna parte. Tantié en las paredes hasta encontrar la llave
de la luz, la encendí y vi a la desconocida, que estaba arrojada en un viejo diván.
Tenía sus manos apretadas como garras sobre su cara, sin dejar de gemir del
mismo modo que ciertos animales moribundos. Quedé petrificado en la puerta, sin
atreverme a hacer nada, pero sabiendo exactamente lo que pasaba. Luego huí
temblando. A tumbas llegué a mi cuarto, me derrumbé sobre mi cama y cuando
logré dormirme me asaltaron terribles pesadillas.
Me desperté al día siguiente cerca de mediodía. Primero no recordé los detalles,
pero poco a poco comencé a reconstruir los momentos esenciales de la noche: el
concierto en la iglesia, los ojos a mi espalda, la salida, etc. Cuando tuve ante mí el
recuerdo de aquella mujer en el diván, gimiendo como un perro moribundo, con sus
manos crispadas sobre sus ojos me puse a temblar. Me levanté con dificultad, me
refresqué la cabeza poniéndola durante largo rato debajo de la canilla, y luego me
hice café. Tenía necesidad de contárselo a alguien, y me fui hacia lo de Bonasso, en
lugar de ir al laboratorio. Se despertó malhumorado. Qué era eso de despertarle a
esas horas de la madrugada. Era su broma clásica. Me senté en el borde de la cama
y durante un tiempo permanecí callado. Bonasso bostezaba y se pasaba la mano
por la cara, como apreciando la barba de dos días.
—Hay años en que uno se levanta sin ganas de hacer nada.
Se incorporó pesadamente, volvió a bostezar y por fin se levantó, se puso unas
pantuflas y se fue al bañito del corre dor. Cuando volvió comenzó a mirarme con
interés.
—A vos te pasa algo, che.
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