Test Drive | Page 222

Me quedé petrificado. —Es la voz de los Sabato. Imagínese. —Ya que sabe mi apellido, le aclararé que no soy periodista sino Ernesto Sabato, y que estoy escribiendo algo sobre Rojas. Interrogo a la gente de antes. Usted sabe que la mayor parte se fue entre el 30 y el 40. —Así es. Le hice una serie de preguntas triviales, para despistar: sobre algunas familias desaparecidas, sobre la trilladora de los Perazzollo, sobre el viejo Almar. Me dio respuestas someras, aclarándome que no podía ser más preciso "a causa de mi desgracia, señor". —Sí, por supuesto —me apresuré a comentar, con una solicitud demagógica que luego me avergonzó. Y de pronto le largué la pregunta que había rumiado durante años: —Y de los Etchebarne? Murió mi ex maestra? —Ex maestra? —murmuró con voz diferente, como si esa voz tuviera que deslizarse a través de un pasadizo estrecho y lleno de obstáculos. —Sí, María, mi maestra de sexto grado. Es cierto que murió? El individuo enmudeció. —María Etchebarne —repetí implacable. —Sí, claro —pareció despertar—. Murió el 22 de mayo de 1934. No quise proseguir, no me pareció necesario. Tampoco era prudente: un hombre que ha echado ácido sobre los ojos de una hermosa muchacha es capaz de crímenes más atroces en alguien que presumiblemente viene a investigarlo. Una sola duda me acometió después, cuando analicé desde diferentes ángulos aquella sorprendente entrevista: por qué, si era el autor del crimen, como lo creo, cometió el error de decirme con semejante exactitud la fecha? Tal vez porque lo tomó demasiado de golpe, no pudiendo reflexionar sobre el peligro a que se exponía. También era posible que aquel hecho fuera tan tremendo para su vida que todo lo que se refiere a él quedara grabado en su espíritu solitario con letras ardientes e inexorables. Puede uno imaginarse lo que habrán sido aquellos treinta años de ese individuo (muerto en 1965), encerrado en su cuchitril, eternamente en tinieblas, cavilando día y noche en el amor no correspondido y en el crimen. Vuelvo ahora a los hechos de 1938. Como le dije, caminaba por el pasaje de Odesa y acababa de tropezar con una pareja cuando tuve la revelación: los ojos de la mujer del Metro eran los mismos ojos de mi maestra. No quiero decir que pareciesen los mismos: quiero decir que lo eran literalmente. Llegué a mi cuarto en un estado muy parecido al que sufría en mis alucinaciones de infancia. Me eché sobre la c ama a rumiar mis ideas. No sé si ya le dije que por entonces me había ido a vivir solo, abandonando a M. y a mi hijo, 222