Yo estaba enamorado de aquella maestra, una muchacha quizá de 20 años, con
unos ojos muy grandes y oscuros, pensativos.
Una noche del verano de 1923, cuando yo estaba en el último año, mientras los
grandes tomaban fresco en la plaza San Martín o disputaban partidos de naipes en
el Club Social, los chicos jugábamos entre los arbustos y palmeras, a las
escondidas. Hasta que en cierto momento sentí un estremecimiento: me encontré
corriendo hacia la casa de los Etchebarne. Era una casa grande, con dos entradas:
la principal, por la Avenida de Mayo, la otra, un portón trasero. Mi instinto me llevó
hacia el portón, que estaba abierto. Estaba oscuro y no había nadie: seguramente
estaban en la plaza. Recuerdo que oí algunas gallinas, despertadas tal vez por mi
paso, y luego, al llegar al jardín, empecé a oír gemidos. Corrí y me encontré con mi
maestra en el suelo, retorciéndose de dolor. Dije algo, no sé qué, grité, pero ella
seguía gimiendo y retorciéndose. Entonces corrí hacia el Club Social para buscar a
alguno de los médicos que allí siempre jugaban a las cartas.
Nunca María quiso decir quién le había arrojado ácido en los ojos. Siempre fue
taciturna, pero aquel horror la hizo reservada hasta el silencio absoluto. Y aun en el
pueblo, donde es casi imposible mantener un secreto, nunca nadie pudo adivinar
quién encegueció a María Etchebarne.
Tuvieron que pasar treinta años para que yo pensase en una venganza de los
Ciegos. Pero, cómo? Y por qué? Había en mi pueblo dos ciegos conocidos: uno
debía ser descartado, porque tocaba el tambor en la banda municipal, era hombre
humildísimo y no podía imaginarse que ni siquiera tuviera noticias de la maestra. El
otro era un solterón, que vivía aislado con su madre. Cuando en 1954 estuve en
Rojas, por primera vez luego de treinta años, hice averiguaciones sobre este B*
que me preocupaba. Aún vivía, su madre había muerto y habitaba solo en la misma
casa de la calle Muñoz, cerca de la planchadora. Fui a verlo, conducido por mi
instinto y por la furia, aunque no tuviera motivos razonables. Recorrí aquella calle
de mi infancia, que tan larga me parecía en aquel entonces, y que ahora la veía
pequeña y miserable, sobre todo después de pasar la casa de la planchadora,
cuando comienzan las viejas casas de ladrillos de barro. Golpeé con el viejo
llamador y al cabo de un rato me abrió el propio B*, quien seguramente vivía solo.
Era un hombre delgado y pálido, como quien ha habitado siempre en una cueva sin
sol. Y, en cierto modo, así era la casa, pues a través de la puerta cancel observé
que no había luz de ninguna clase. Lo que era lógico, ya que ahora su madre no
vivía y él era ciego. Era el atardecer y su cara me resultaba imprecisa.
—Qué desea —me preguntó con voz desagradable, voz de ermitaño.
No le di mi apellido. Me limité a explicarle que era periodista de Buenos Aires y que
deseaba hacerle algunas preguntas sobre gente del pueblo.
—Usted es uno de los Sabato —me dijo entonces.
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