Test Drive | Page 219

—Por la basura, por los excrementos. —Sí. —Por los animales de piel fría que se meten en los agujeros terrestres. —Sí. —Ya sean iguanas, ratas, hurones o comadrejas. —Sí. —Y por los murciélagos. —Sí. —Seguramente porque son ratas aladas, y para colmo animales de las tinieblas. —Sí. —Entonces huíste hacia la luz, hacia lo límpido y transparente, hacia lo cristalino y helado. —Sí. —Las matemáticas. —Sí, sí! De pronto abrió los brazos, levantó la cara y exclamó, mirando hacía arriba, como en una enigmática invocación: —Cuevas, mujeres, madres! No estábamos ya en el café. No sé cómo ni cuándo habíamos salido, pero estábamos en un lugar solitario y silencioso, en una especie de colinita. Debería de ser muy de madrugada, y en la oscura soledad su voz adquiría una dimensión sobrecogedora. Luego se volvió hacia mí, y extendiendo su brazo derecho y señalándome con su índice de modo amenazador, me dijo: —Hay que tener el coraje del retorno. Sos un cobarde y un hipócrita. Y agarrándome de un brazo (yo me sentía como un niño) me arrastró hacia un lugar en que había una gruta. Entramos hasta que sentí bajo mis pies un barro cada vez más blando. Entonces me forzó a agacharme y me ordenó meter las manos en aquella ciénaga. —Así —dijo. Y luego agregó: —Esto es sólo el comienzo. A los pocos días me sucedió lo del Marché aux Puces. Estuve revolviendo unos cuadros polvorientos, hasta que sin encontrar nada que valiese la pena decidí llevarme un mandarín chino, de madera, un cachivache. De vuelta, pensativo, casi me llevo por delante una gitana, que murmuró algo sobre leerme la mano. Había caminado algunos pasos cuando advertí que la mujer me habló en castellano. Era vidente? Corrí en su búsqueda, pero me fue imposible en medio de la multitud. Me detuve, desalentado, y traté de recordar palabras que me había dicho y que de pronto me resultaban preciosas: sobre la muerte. Pero no 219