—Por la basura, por los excrementos.
—Sí.
—Por los animales de piel fría que se meten en los agujeros terrestres.
—Sí.
—Ya sean iguanas, ratas, hurones o comadrejas.
—Sí.
—Y por los murciélagos.
—Sí.
—Seguramente porque son ratas aladas, y para colmo animales de las tinieblas.
—Sí.
—Entonces huíste hacia la luz, hacia lo límpido y transparente, hacia lo cristalino y
helado.
—Sí.
—Las matemáticas.
—Sí, sí!
De pronto abrió los brazos, levantó la cara y exclamó, mirando hacía arriba, como
en una enigmática invocación:
—Cuevas, mujeres, madres!
No estábamos ya en el café. No sé cómo ni cuándo habíamos salido, pero
estábamos en un lugar solitario y silencioso, en una especie de colinita. Debería de
ser muy de madrugada, y en la oscura soledad su voz adquiría una dimensión
sobrecogedora. Luego se volvió hacia mí, y extendiendo su brazo derecho y
señalándome con su índice de modo amenazador, me dijo:
—Hay que tener el coraje del retorno. Sos un cobarde y un hipócrita.
Y agarrándome de un brazo (yo me sentía como un niño) me arrastró hacia un
lugar en que había una gruta. Entramos hasta que sentí bajo mis pies un barro
cada vez más blando. Entonces me forzó a agacharme y me ordenó meter las
manos en aquella ciénaga.
—Así —dijo.
Y luego agregó:
—Esto es sólo el comienzo.
A los pocos días me sucedió lo del Marché aux Puces. Estuve revolviendo unos
cuadros polvorientos, hasta que sin encontrar nada que valiese la pena decidí
llevarme un mandarín chino, de madera, un cachivache.
De vuelta, pensativo, casi me llevo por delante una gitana, que murmuró algo
sobre leerme la mano. Había caminado algunos pasos cuando advertí que la mujer
me habló en castellano. Era vidente? Corrí en su búsqueda, pero me fue imposible
en medio de la multitud. Me detuve, desalentado, y traté de recordar palabras que
me había dicho y que de pronto me resultaban preciosas: sobre la muerte. Pero no
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