hacia mi cuarto cuando sentí que me tomaban en silencio del brazo. Antes de verlo,
ya sabía quién era. Reaccioné con violencia:
—No tengo ningún interés en verte! —le grité—. Creo que es evidente.
—Bueno, está bien —me respondió—. No tengo otro deseo que el de conversar un
poco más con vos. Tantos años. Además, te diré que tenemos intereses en común.
Dijo "intereses en común" con esa tonalidad irónica que siempre confería a las
frases hechas. Su tono de bonhomía me irritó aún más, porque lo sabía incapaz de
esa clase de sentimientos.
—Mirá —contesté—, no sé qué entenderás vos por intereses en común, pero yo no
tengo la menor intención de aceptar tu compañía. Ni ahora, ni en ningún otro
momento. Además, permitime que me ría un poco de esos "intereses en común".
Se encogió de hombros, sonriendo.
—Bueno, dejémoslo así, por el momento —comentó—. Pero me gustaría que
tomáramos algo.
Yo estaba bastante mareado y no veía el momento de irme a dormir. Se lo dije.
—La casita, eh? —comentó.
El recurso era baratísimo pero dio resultado, como siempre. Y me encontré
tomando en otro bar tan sórdido como el anterior. El humo, el alcohol, el cans ancio
me impedían razonar con claridad, mientras que él parecía hecho de filoso acero.
Sus palabras me cortaban despiadadamente, abrían mis pústulas y dejaban salir
todo el pus que se había acumulado en los últimos años de ciencia y laboratorio.
Por amor propio, defendí posiciones en las que no creía, mientras él me arrollaba
con ideas que eran de alguna manera las que yo secretamente había comenzado a
profesar. Pero esto, me parece, son reflexiones que hago ahora y que no sé hasta
qué punto fueron debatidas aquella noche. Hablar de ideas, de debate, de análisis
me parece completamente falso. No fueron ideas en el sentido profesoral de la
palabra, no hubo nada sistemático y coherente. No fue una iluminación sistemática
y organizada sino como explosiones de tanques de nafta en un basural nocturno, en
que yo me defendía de las quemaduras y en que de pronto me era imposible ver,
encandilado por los estallidos, mientras me sentía chapotear en barro y
excrementos. Creo recordar que por instantes él parecía un Inquisidor enorme y
severísimo, y el diálogo era de este género:
—Desde chico tuviste terror a las cuevas.
No era tanto una pregunta como una afirmación que yo debía confirmar.
—Sí —respondía yo mirándolo fascinado.
—Tuviste asco por lo blando y lo barroso.
—Sí.
—Por los gusanos.
—Sí.
218