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sorprendente y sobre el cual me he visto obligado a dar innumerables, reiteradas (e inútiles) explicaciones. He dicho, sobre todo, que en HOMBRES Y ENGRANAJES está la más completa explicación espiritual y filosófica de ese abandono. Pero también he afirmado mil veces que el hombre no es algo explicable y que, en todo caso, sus secretos hay que indagarlos no en sus razones sino en sus sueños y delirios. Ese intruso fue también el que me forzó a escribir ficciones, y bajo su maléfica influencia empecé a redactar en aquel período de 1938, en París, LA FUENTE MUDA. Luego, de alguna manera, se constituyó en el protagonista de unas MEMORIAS DE UN DESCONOCIDO, que abortaron y que jamás publiqué; más tarde, en una obra de teatro, también abortada. Pero, por aparecer transformado (lo llamaba en esas ficciones Patricio Duggan), ya sea porque las circunstancias eran distintas a las reales como porque los atributos de Patricio no eran exactamente los suyos, me siguió presionando, hasta, me parece, con un redoblado resentimiento, para hacerse casi inaguantable en estos últimos años. Y así se fue convirtiendo en el Patricio de esta novela, personaje que, a medida que pasó el tiempo, más me ha ido pareciendo un espejismo en el desierto, uno de esos ansiosos simulacros que apenas entrevistos se alejan a medida que se acerca el sediento. (Aunque, en este caso, se tratara más bien de un oasis al revés.) Y, en la medida en que, por temor o por lo que fuese, yo rehuía su presencia, más lo sentía M., hasta el punto de aparecérsele varias veces en sus sueños. En tales ocasiones me sentía tentado de hablarle de su existencia y de sus interposiciones en mi vida, pero siempre terminaba por callarme. Porque con el paso de los años me fui haciendo a la idea de que era una especie de pesadilla de la que era mejor olvidarse para siempre. Sin embargo, al tiempo de publicado HÉROES Y TUMBAS volvió a atravesarse en mi camino, como un antiguo acreedor al que le hemos ido pagando con sumas parciales y documentos sin fondo vuelve a cobrarnos su cuenta vergonzosa y secreta, amenazando con denunciarnos ante la gente que nos considera honrados. Y cuando esta última aparición coincidió con el surgimiento de Schneider y sus maquinaciones, creí que de una buena vez debía descargar mi conciencia hablándole a M. del problema. No lo hice. Pero como de algún modo necesitaba liberarme, tomé la costumbre de confiarle (con ambigüedades, es cierto) su existencia a Beba, quien, tengo la impresión, me oía como a un chico mitómano. Pero vuelvo al incidente de la rue Saint-Jacques. Al poco tiempo se produjo un segundo encuentro. Al salir del laboratorio, después de caminar un tiempo, me metí en otro bistrot (no volví nunca al que me había deparado la angustiosa intromisión de aquel tipo) para entregarme al vicio solitario de las copas y de los pensamientos cada vez más confusos sobre mi destino. Debía de ser muy tarde en la noche cuando me decidí a abandonar el refugio, y marchando por la rue des Carmes iba 217