Empezaron a molestar los mosquitos y entramos a la casa. Más tarde, Florencio
empezó a freír huevos y cantidades de papa, que comíamos con la mano. Después
comimos unos dulces caseros que venían del campo en unos frascos enormes.
Mientras tanto, yo la imaginaba a Soledad comiendo allá arriba o en la cocina del
caserón, sola.
No me siento con fuerzas para relatarle ahora (alguna otra vez quizá lo haga) lo
que me sucedió aquel día. Sólo diré que Soledad parecía una confirmación de esa
antigua doctrina de la onomástica, pues su nombre correspondía a lo que era:
parecía guardar un sagrado secreto, de esos que deben guardar bajo juramento los
miembros de ciertas sectas. Era contenida, y su violencia interior parecía
mantenerse bajo presión, como en una caldera. Pero una caldera alimentada con
fuego helado. No hablaba de los hechos cotidianos y normales. Más bien, en
poquísimas palabras (y a veces por sus silencios) sugería hechos que no
correspondían a lo que habitualmente se llama verdad, sino, más bien, a esa clase
de acontecimientos que suceden en las pesadillas. Era un personaje de las tinieblas.
Y su misma sensualidad participaba de esa condición. Podría parecer absurdo
hablar de la sensualidad de una chica de labios duros y mirada paralizante, y sin
embargo así es, aunque fuera una sensualidad parecida a la que tienen las víboras.
No son las serpientes símb olos del sexo en casi todas las sabidurías ancestrales?
Sabía "cosas" que asombraban y hacían pensar en "intermediarios". Esta palabra
se me ha ocurrido al correr de la máquina y me parece reveladora. Quiénes eran?
Dónde los veía? De quién era intermediaria?
Sí, el siniestro personaje que tenía ante mí en el bar de la rue Saint-Jacques estaba
turbiamente vinculado con lo que pasó en mi adolescencia con María de la Soledad,
alrededor de mis dieciséis años. Y aún no sé si aquellos episodios fueron reales o
soñados.
Permítame que por el momento no hable de aquello. Vuelvo a aquel sucio café de
París, al momento en que R. me mencionó el nombre de Soledad. Le dije ya que
hube de sentarme para recobrar la calma. Apenas me serené un poco, me levanté y
me fui. El frío de la calle comenzó a despejarme y cuando llegué a mi cuarto de la
rue Du Sommerard al menos no tambaleaba.
Pensé que el encuentro no se repetiría. Ignoraba que no sólo iba a repetirse sino
que el retorno de aquel sujeto iba a ser decisivo para mi existencia.
No dije una palabra a M. sobre esa aparición, y ahora pienso que fue natural. Lo
que en cambio se me ocurre extraño es que jamás le hablara en los años que
siguieron, no sólo sobre aquel encuentro sino sobre los que habían ocurrido en mi
adolescencia y luego en este último tiempo. Tal vez el motivo sea que ella sufrió
más que nadie por la influencia perturbadora que ese sujeto tuvo sobre mí. Bastaría
decir que fue él quien me forzó a abandonar la ciencia, hecho para casi todos
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