capacidad para las matemáticas. No tenía interés en títulos ni honores ni
posiciones. Terminó yéndose de ayudante de astrónomo a un observatorio
modesto, en la provincia de San Juan, donde seguramente sigue tomando mate y
rasgueando la guitarra. Se perdía en el camino, como si lo que le importara no
fuese llegar a un lugar sino disfrutar de las pequeñas hermosuras de la ruta.
Todo lo contrario de su hermano Juan Bautista, práctico y realista. Y lo curioso es
que Marcelo no resultó parecido a su padre sino a Florencio, su tío.
No sé por qué me he quedado hablando de este muchacho, en lugar de referirme a
Soledad. Acaso sea porque en las tinieblas de mi existencia (y Soledad es casi la
clave de esas tinieblas) Florencio me resulta como la lejana lucecita de un refugio
en que habitan seres positivos y bondadosos.
En aquella calurosa tarde de 1927 yo casi no participé de las conversaciones,
agitado por la cercanía enigmática de María de la Soledad. Dónde estaría? Por qué
no se la veía? No me atrevía a hacer estas preguntas a los chicos, pero finalmente
me decidí a hacer una pregunta indirecta. Quiénes vivían en la casa grande? Dónde
estaban los padres?
—Los viejos están en el campo —respondió Florencio—. Y los otros hermanos
mayores, Amancio y Eulogio.
—Así que ahora no hay nadie en toda la casa —comenté.
Me pareció que se producía un instante de malestar entre todos, pero tal vez sea
imaginación mía.
—Bueno, sí, en una de las piezas vive Soledad —respondió Florencio.
Estas palabras aumentaron mi desasosiego. Florencio rasgueó un poco su guitarra y
los otros permanecieron en silencio. Después, Juan Bautista fue a buscar
medialunas a la panadería y Florencio cebó mate para todos, fuera del cuarto, en el
parque. Casi no había luz, ya, cuando Nicolás se trepó a un eucalipto y colgado de
una rama empezó a chillar como un mono y luego a simular que pelaba y comía
una banana: su habilidad más celebrada. Cuando yo sentí a mis espaldas que algo
se producía, y simultáneamente con esa impresión en mi nuca, Nicolás se dejó caer
de la rama y todos quedaron callados.
Me di vuelta lentamente, mientras sentía en mi piel esa sensación que siempre
acompaña a tales apariciones. Y levantando la cabeza, como sabiendo el lugar
exacto de donde provenía aquella sensación, vi en la penumbra del anochecer, en
la ventana del piso superior, a la derecha, la imagen estática de Soledad. Era muy
difícil por la poca luz y por la distancia establecer con exactitud hacia dónde dirigía
su mirada paralizante, pero tuve la certeza absoluta: me miraba a mí.
Luego desapareció tan silenciosamente como había surgido, y poco a poco se
reanudaron las conversaciones de los chicos. Pero yo no los oía.
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