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deteriorado, como si sus dueños fueran muy pobres o muy dejados. Desde la calle, la casa apenas se ve a causa de la maraña de árboles y plantas del jardín delantero, jardín que se prolonga por los costados, rodeando por completo lo que a fines del siglo pasado tiene que haber sido una mansión. En la siesta de verano el silencio de la casa era total y daba la sensación de un caserón deshabitado. Nicolás abrió la gran puerta oxidada de la verja, bordeamos la casa y llegamos al parque trasero, donde había una casita que acaso en un tiempo puede haber sido para gente de servicio. Allí vivían los chicos, en medio de un desorden total. Ahora me río de mi preocupación sobre si podía o no ir: en aquella casa y con aquellos chicos podía llegar un aventurero cualquiera y desconocido, instalarse en uno de los cuartos y pasar el resto de su existencia sin que nadie se sorprendiese. En aquel disparatado reducto conocí a Florencio Carranza Paz, que tendría seguramente mi edad, unos quince años, y a su hermano Juan Bautista, un poco menor. Los dos se parecían mucho y prefiguraban a Marcelo: eran de rasgos muy delicados, de piel muy blanca, casi transparente y de pelo castaño. Algo que resultaba muy característico eran los ojos, grandes, oscuros pero muy metidos debajo de una frente que avanzaba hacia delante de modo p rominente, casi exagerado. La cabeza era angosta y el mentón un poco prognático. Pero aunque parecidos físicamente, había algo que en seguida llamaba la atención: los ojos de Florencio eran distraídos, como si él estuviese siempre pensando en algo ajeno a lo que le rodeaba, en algo como un paisaje bello y apacible. Pero en otra parte, no ahí, donde se estaba. Si no hubiera sido por la portentosa inteligencia que se manifestaba en algún detalle, se habría podido pensar que era lo que antes se decía "un poco ido", expresión que en realidad es extrañamente precisa para calificar a cierta clase de personas. Con los años, yo llegaría a ser entrañablemente amigo de Florencio, que para mí siempre se presentaba como un juez cuyos máximos reproches consistían en quedarse en silencio, silencio que rompía a los pocos instantes para palmearme con afecto, como si ya quisiera quitarle valor punitivo a ese levísimo rasgo que yo interpretaba como de desaprobación. Lo recuerdo siempre unido a la guitarra que nunca hizo más que rasguear, como si no tuviera voluntad o arrogancia para tocar a fondo: era más bien como el recuerdo de una guitarra lejana, y lo que insinuaba en aquellos rasgueos era como ecos fragmentarios de una bondadosa balada. Con los años, alguien me dijo que lo había oído cuando se creía solo, en la pensión de La Plata, y que tocaba admirablemente. Pero su timidez o su delicadeza le impedía mostrar sus virtudes. Por que nunca quería manifestarse superior a los demás. Cuando ingresó conmigo a la facultad, no daba exámenes nunca y, naturalmente, jamás terminó el doctorado, a pesar de su 214