No me animé a inquirir otros detalles, pero pensé que tendría la misma edad que
nosotros, unos quince años. Ahora me digo que podía tener mil y haber vivido en
tiempos remotísimos. Esa noche soñé con ella. Yo iba avanzando penosamente a lo
largo de un pasadizo subterráneo, que se hacía cada vez más estrecho y asfixiante,
de piso barroso, con luz escasísima, cuando de pronto la vi de pie, esperándome en
silencio: más bien alta, con sus largos brazos y piernas, con caderas que no
correspondían a su delgadez. En la casi oscuridad se destacaba por una especie de
fosforescencia. Pero lo que la hacía aterradora eran las cuencas vacías de sus ojos.
En los días siguientes me fue imposible concentrarme en los estudios y no hice otra
cosa que esperar con agitación el momento de volver a la casa de Nicolás. Pero
apenas entré en el zaguán comprendí que ella ya no estaba: había esa calma en la
atmósfera que se produce después de la lluvia que sucede en verano a los días de
cargada electricidad.
No necesitaba preguntarlo, pero sin embargo lo hice.
Se había vuelto a Buenos Ares.
Que Nicolás confirmara con su respuesta mi sospecha me hizo sentir fuerte, me
probaba que entre ella y yo existía una invisible pero poderosa comunicación.
Le pregunté si vivía en Buenos Ares con los padres. Me respondió con cierta
vacilación, me dijo que por el momento vivía en lo de Carranza. La palabra "padres"
fue evitada, como alguien que da un rodeo para no pasar, de noche, por un lugar
que es preferible soslayar.
En aquellos meses viví obsesionado con la idea de ir un día a aquella casa de
Buenos Aires. Pasó el invierno, llegó el verano y terminamos el curso. Desesperaba
ya de volver a encontrarme con ella cuando un día que busqué a Nicolás me dijo
que en ese momento se iba a Buenos Aires, a la casa de los Carranza. Era un
domingo, pasaría el día con los chicos. Comprendí que ese encuentro no podía
haber sido casual, y sin que interviniera mi voluntad conciente, sintiendo que mi
corazón iba a estallar, le pregunté si podía acompañarlo.
—Por supuesto —respondió, con su habitual y desprevenida bondad.
Él se movía en otra dimensión a la que pertenecíamos con Soledad. Cómo podía
imaginar cuáles eran mis pensamientos secretos? Él me había hablado muchas
veces de Florencio y de Juan Bautista Carranza, y siempre me había repetido que a
mí me encantarían, sobre todo Florencio; lo que efectivamente los hechos
confirmaron. Pero estaba ajeno por completo a mi obsesión.
No sé si usted conoce el caserón de la calle Arcos 1854. Me parece recordar que en
una ocasión se lo mencioné y le dije que alguna vez me gustaría hacer vivir en él
personajes de una novela. Una novela que, como siempre me ha pasado, no sabía
bien lo que significaría, ni si alguna vez me decidiría a construirla. En la actualidad
está desocupado y se viene abajo. Pero en aquel entonces ya estaba bastante
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