Test Drive | Page 212

Cuando por primera vez lo vi, casi me desmayo: efectos de la mitología escolar promovida por los unitarios. El Tirano Sangriento me contemplaba (no, el verbo adecuado es "observaba") desde la eternidad con su mirada helada y gris, con su boca apretada, sin labios. Estábamos estudiando un teorema de geometría cuando me sobresalté como si a mis espaldas hubiera aparecido uno de esos seres que dicen que llegan a la tierra en platos voladores y que tienen el poder de comunicarse sin hablar. Me di vuelta y la vi en la puerta que daba al patio principal: tenía los ojos grises, la misma expresión congeladora de su antepasado. Muchos años después, todavía recuerdo aquella aparición a mis espaldas y me pregunto si imitaba inconcientemente a Rosas o si se repetía en ella la misma configuración de atributos, como las barajas, con el tiempo, vuelven a reiterar las mismas combinaciones de reyes y sotas. Nicolás no tenía nada en común con ella, fuera del color de los ojos. Era alegre, cómico, imitaba a un mono colgándose de las ramas de un árbol, emitiendo chillidos y pelando una banana. Pero delante de ella enmudecía, y sus actitudes eran las de alguien intimidado por la presencia de un superior. Con voz que ahora yo diría calladamente imperiosa, le preguntó por algo (es extraño que no pueda recordar de qué se trataba), y Nicolás, como un súbdito anónimo ante un monarca absoluto, con una voz que no era la que yo conocía, respondió que no sabía nada. Entonces ella se retiró, tan silenciosamente como había llegado, sin tomarse siquiera el trabajo de saludarme. Tardamos un rato en volver al teorema. Él había quedado perturbado, casi como asustado. Y yo con la impresión confusa que examiné con cuidado cuando ya era grande y cuando volvía a meditar en aquella irrupción en mi existencia: Soledad había aparecido en la sala nada más que para hacerme saber que existía, que estaba. Pero, por supuesto, en aquel momento no habría sido capaz de caracterizar la escena y los personajes como lo hago ahora. Es como si aquel momento hubiese sido fotografiado y ahora estuviera analizando la vieja fotografía. Dije que en ella parecía repetirse algo que ya se había dado en Rosas, pero en rigor nunca supe (como si en torno de ella existiera un ominoso secreto que no debía ser revelado) qué grado de parentesco tenía con Nicolás ni con los Carranza. Y ni siquiera si ese parentesco existía. Más bien me siento inclinado a suponer que era hija natural de algún Ortiz de Rozas que nunca conocí y de una oscura mujer, como era frecuente en nuestra campaña en la época de mi niñez. Mi padre había tomado de electricista en nuestro molino harinero a un muchacho Toribio que distinguía particularmente, y que sólo de grande llegué a saber que era hijo natural de don Prudencio Peña, un viejo amigo de mi padre. Cuando ya me iba, me atreví a preguntarle si era hermana suya. —No —contestó Nicolás, desviando los ojos. 212