Cuando por primera vez lo vi, casi me desmayo: efectos de la mitología escolar
promovida por los unitarios. El Tirano Sangriento me contemplaba (no, el verbo
adecuado es "observaba") desde la eternidad con su mirada helada y gris, con su
boca apretada, sin labios.
Estábamos estudiando un teorema de geometría cuando me sobresalté como si a
mis espaldas hubiera aparecido uno de esos seres que dicen que llegan a la tierra
en platos voladores y que tienen el poder de comunicarse sin hablar. Me di vuelta y
la vi en la puerta que daba al patio principal: tenía los ojos grises, la misma
expresión congeladora de su antepasado. Muchos años después, todavía recuerdo
aquella aparición a mis espaldas y me pregunto si imitaba inconcientemente a
Rosas o si se repetía en ella la misma configuración de atributos, como las barajas,
con el tiempo, vuelven a reiterar las mismas combinaciones de reyes y sotas.
Nicolás no tenía nada en común con ella, fuera del color de los ojos. Era alegre,
cómico, imitaba a un mono colgándose de las ramas de un árbol, emitiendo
chillidos y pelando una banana. Pero delante de ella enmudecía, y sus actitudes
eran las de alguien intimidado por la presencia de un superior. Con voz que ahora
yo diría calladamente imperiosa, le preguntó por algo (es extraño que no pueda
recordar de qué se trataba), y Nicolás, como un súbdito anónimo ante un monarca
absoluto, con una voz que no era la que yo conocía, respondió que no sabía nada.
Entonces ella se retiró, tan silenciosamente como había llegado, sin tomarse
siquiera el trabajo de saludarme.
Tardamos un rato en volver al teorema. Él había quedado perturbado, casi como
asustado. Y yo con la impresión confusa que examiné con cuidado cuando ya era
grande y cuando volvía a meditar en aquella irrupción en mi existencia: Soledad
había aparecido en la sala nada más que para hacerme saber que existía, que
estaba. Pero, por supuesto, en aquel momento no habría sido capaz de caracterizar
la escena y los personajes como lo hago ahora. Es como si aquel momento hubiese
sido fotografiado y ahora estuviera analizando la vieja fotografía.
Dije que en ella parecía repetirse algo que ya se había dado en Rosas, pero en rigor
nunca supe (como si en torno de ella existiera un ominoso secreto que no debía ser
revelado) qué grado de parentesco tenía con Nicolás ni con los Carranza. Y ni
siquiera si ese parentesco existía. Más bien me siento inclinado a suponer que era
hija natural de algún Ortiz de Rozas que nunca conocí y de una oscura mujer, como
era frecuente en nuestra campaña en la época de mi niñez. Mi padre había tomado
de electricista en nuestro molino harinero a un muchacho Toribio que distinguía
particularmente, y que sólo de grande llegué a saber que era hijo natural de don
Prudencio Peña, un viejo amigo de mi padre.
Cuando ya me iba, me atreví a preguntarle si era hermana suya.
—No —contestó Nicolás, desviando los ojos.
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