Test Drive | Page 211

Con precisión ahora la figura de la pesadilla aparecía ante mis ojos. Cómo podía haber olvidado aquellos ojos, aquella frente, aquella mueca irónica? —Gorrión? De qué gorrión me estás hablando? —mentí. —El experimento. —Qué experimento? —Ver cómo volaba sin ojos. —La idea fue tuya —grité. Varias personas se volvieron hacia nosotros. —No te pongás tan excitado —me recriminó—. Sí, la idea fue mía, pero fuiste vos quien le sacó los ojos con la punta de una tijera. Tambaleándome, pero con decisión, me abalancé sobre él y lo agarré por el cuello. Con tranquila fuerza me separó las manos y me ordenó que me sosegara. —No seas imbécil —me dijo—. Lo único que lograrás es que nos saquen de aquí con la policía. Me senté, abrumado. Una gran tristeza empezó a apoderarse de mí, y, no sé por qué, en ese momento pensé en M., esperándome en el cuartito de la rue Du Sommerard, y en mi hijo en la cuna. Sentí cómo las lágrimas comenzaban a bajar a lo largo de mis mejillas. Su expresión se volvió más irónica. —Está bien, llore, eso lo descargará —comentó, con aquel perverso manejo de los lugares comunes que dominó desde chico y que los años habían perfeccionado. Releo lo que le he escrito y advierto que estoy dando una impresión no del todo ecuánime sobre el encuentro. Sí, tengo que confesarlo, mis relaciones con él fueron siempre aversivas, y desde el comienzo le tuve rencor. Lo que acabo de escribir, la pintura que he hecho de sus modales, de su voz, son más una caricatura que un retrato. Sin embargo, aun tratando de cambiar algunas palabras, no veo cómo describirlo de modo diferente. Debo declarar, al menos, que había en él una especie de dignidad, aunque fuese una dignidad diabólica; y un dominio de los hechos que me hacía sentir descolocado e insignificante. Tenía algo que recordaba a Artaud. Ante su silencio escrutador, pagué las copas y me disponía a irme cuando agregó un nombre que me paralizó: Soledad. Tuve que sentarme. Cerré los ojos para no ver aquel odioso rostro inquisitivo, y traté de recobrar la calma. Yo cursaba el tercer año del colegio nacional de La Plata y uno de mis compañeros era Nicolás Ortiz de Rozas. Su padre había sido gobernador de la provincia y desde entonces se quedaron allá, viviendo modestamente en una de aquellas casas de tres patios que se construyeron cuando Dardo Rocha fundó la ciudad. En la sala resaltaba como una bomba en una silenciosa tarde un retrato al óleo de Juan Manuel de Rosas, con la banda punzó. 211