timidez, creía firmemente en ciertas cosas y que nadie sería capaz de arrancarle
algo en que no creyera. O era esa esencial honradez lo que lo hacía rondar en torno
de él, para tratar de obtener de él algún género de aprobación?
Se sintió muy mal, se disculpó y se fue. Caminó por Echeverría y de pronto se
encontró frente a la Iglesia de la Inmaculada Concepción. Sombríamente
comenzaba a destacarse su cúpula sobre el cielo gris. Lloviznaba y hacía frío. Qué
estaba haciendo ahí, como un tonto? Los Ciegos, pensó mirando la gran iglesia,
imaginando su cripta, los túneles secretos. Parecía como si sus oscuras obsesiones
lo hubiesen conducido hasta aquel símbolo de sus angustias. Estaba mal, una
incierta inquietud lo atormentaba y no sabía qué hacer. De pronto se le ocurrió que
no había procedido bien con su amigo, que se había separado de manera brusca y
estúpida, que podía haberlo herido. Se levantó del banco en que se había sentado y
volvió al café. Habían prendido ya las luces. Felizmente, aún estaba. Lo vio de
espaldas, escribiendo algo sobre un papelito. Si lo hubiera pensado, reflexionó más
tarde, no se habría presentado tan silenciosamente. Cuando Marcelo lo advirtió
tapó con un torpe movimiento el papelito, mientras se sonrojaba. "Un poema",
pensó Sabato, avergonzándose de su irrupción. Hizo como que no lo hubiese
notado y dijo, aparentando seguir la conversación:
—Mirá, volví porque creo haberte dicho otras cosas. Quiero decir... cosas diferentes
a las que... Te quiero pedir un favor.
El muchacho, inclinándose levemente hacia adelante, ya repuesto, esperaba con
cortesía el pedido.
Sabato se irritó.
—No ves? No empecé a hablar y ya te disponés a escucharme con deferencia
cualquier cosa que diga. Era precisamente eso lo que te iba a pedir. Que no fueras
así. Al menos, que no lo seas conmigo. Te conozco desde que naciste. Que me
discutas, que me expongas tus reservas. Caramba... No sé... Sos una de las pocas
personas... Y entonces...
La expresión de Marcelo había derivado, aunque muy ligeramente, hacia una
especie de preocupación, muy seria y atenta.
—Pero es que yo... —dijo.
Sabato lo tomó de un brazo, pero con la misma delicadeza con que se levanta a un
herido.
—Marcelo: yo necesito...
Pero no continuó y pareció que el diálogo se interrumpiría definitivamente. El
muchacho observó cómo la cabeza de Sabato se inclinaba sobre la mesa. Porque
consideró que era su deber ayudarlo, dijo:
—Pero si yo estoy de acuerdo... Bueno... quiero decir... en general... claro que...
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