Marcelo levantó los ojos con timidez y con voz muy baja le respondió que él no lo
acusaba por nada, que no compartía los puntos de vista de Araujo, que consideraba
que tenía todo el derecho del mundo a escribir lo que escribía.
—Pero vos también sos revolucionario, no?
Marcelo lo miró un instante, luego volvió a bajar los ojos, avergonzado por la
grandiosa denominación. Sabato comprendió y corrigió: que apoyaba la revolución.
Bien, creía que sí... no sabía... en cierto modo...
Sus pocas palabras salían plagadas de adverbios que atenuaban o hacían tan
modestos sus verbos, sustantivos calificativos, que era casi como si se callara. De
otro modo, su timidez, su anhelo de no herir le hubiesen impedido abrir la boca en
absoluto.
—Pero vos has leído no sólo los poemas combatientes de Hernández. También has
leído sus poemas de muerte. Y lo que es peor, admirás a Rilke y hasta me parece
que te he visto con libros de Trakl.
No era de Trakl ese libro en alemán que tenías, en el DANDY?
Hizo un imperceptible gesto afirmativo. Le parecía casi una impudicia hablar de
esas cosas en público. Llevaba los libros siempre forrados.
De pronto, Sabato comprendió que estaba haciendo con él casi un acto de
violación. Vio, con pena y con sentimiento de culpa que Marcelo había sacado su
inhalador para el asma.
—Perdoname, Marcelo. No quería decir esta clase de cosas. En realidad...
Pero sí. Lo grave es que había querido decir precisamente lo que había dicho. Se
quedó confuso y enojado, pero no con el chico sino consigo mismo.
—Tu compañero —dijo al rato, sin comprender que iniciaba otra desafortunada
incursión.
Marcelo levantó sus ojos.
—Son muy amigos, no?
—Sí.
—Es un obrero?
Le pareció oír que había trabajado en la fábrica FÍAT.
—Vive con vos en tu cuarto, no?
Marcelo lo miró intensamente.
—Sí —respondió—, pero eso no lo sabe nadie.
—Pero, sí, por supuesto. Es que, sabés, se parece a un compañero que tuvimos con
Bruno, cuando las huelgas de la carne, en 1932.
Carlos.
Marcelo usó su inhalador para el asma. Su mano le temblaba.
Sabato se sintió culpable de la absurda escena y haciendo un esfuerzo comenzó a
hablar de una sesión de Chaplin que había visto en el San Martín. Marcelo se
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