de pronto empieza a vacilar
hace esfuerzos desesperados
y finalmente muere como ridícula caricatura,
volviendo a ser barro y excremento de vaca.
Si no logra al menos la dignidad del fuego.
—Desea agregar algo a este reportaje, señor Sabato? Alguna preferencia en teatro
o música? Algo sobre el compromiso del escritor?
—No, señor, gracias.
HASTA QUE POR FIN SE ENCONTRARON
Caminaban por las barrancas de Belgrano, sin hablar. Como siempre que estaba
con Marcelo, se sentía confuso, incómodo, no sabía bien qué decirle. Parecía tratar
de justificarse como ante un tribunal a la vez bondadoso pero insobornable. Alguien
había definido al confesionario como un paradójico tribunal que absuelve a quien se
acusa. Se sentía desnudo ante él, se acusaba despiadadamente ante él, y aunque
descontaba su absolución, terminaba siempre descontento. Quizá porque más que
absolución su espíritu necesitaba castigo.
Se sentaron a la mesa de un café.
—Cuál es el principal deber de un escritor? —le preguntó de pronto, como si en
lugar de hacerle una pregunta comenzara una defensa.
El muchacho lo miró con sus ojos profundos.
—Hablo del autor de ficciones. Su deber es nada más pero nada menos que decir la
verdad. Pero la verdad con mayúscula, Marcelo. No una de esas verdades chiquitas
que leemos en los diarios todos los días. Y sobre todo las más escondidas.
Esperó la respuesta de Marcelo. Pero él, al sentirse esperado, se sonrojó y bajando
los ojos comenzó a revolver con la cucharita el resto del café.
—Pero vos —dijo S. casi con irritación—, vos te has pasado la vida leyendo buena
literatura. No?
El muchacho murmuró algo.
—Cómo, cómo? No te oigo —preguntó S. con irritación creciente.
Por fin se oyó algo que parecía afirmativo.
Entonces, por qué se callaba?
199