—Me encantaría pudiese contestarme algunas preguntas: qué piensa del boom
latinoamericano? cree usted que el escritor debe estar comprometido? qué consejos
daría a un escritor que se inicia? a qué horas escribe? prefiere los días de sol o los
nublados? se identifica con sus personajes? escribe sus propias experiencias o
inventa? qué piensa de Borges? debe tener el artista una libertad total? son
beneficiosos los congresos de escritores? cómo definiría su estilo? qué piensa de la
vanguardia?
—Vea, amigo, dejémonos de tonterías y de una vez por todas digamos la verdad.
Pero, eso sí: toda la verdad. Quiero decir, hablemos de catedrales y prostíbulos, de
esperanzas y campos de concentración. Yo, por los menos, no estoy para bromas
porque me voy a morir.
El que sea inmortal que se permita el lujo
de seguir diciendo pavadas.
Yo no: tengo los días contados (pero qué hombre, amigo periodista, no tiene los
días contados, dígame: con la mano sobre el corazón)
y quiero hacer un balance
para ver qué queda de todo eso
(mandrágoras o escribanos)
y si es cierto que los dioses son más valederos
que los gusanos
que pronto han de engordar con mis despojos.
Yo no sé, no sé nada (para qué lo voy a engañar),
no soy tan arrogante ni tan tonto
como para proclamar la superioridad de los gusanos.
(Quede eso para ateos de barrio.)
Le confieso que el argumento me impresiona
pues el cajón
el coche fúnebre
y esos grotescos implementos de la muerte
son visibles testimonios de nuestra precariedad.
Pero quién sabe, quién sabe, señor periodista.
Pudiese ser que los dioses no condescendieran a rebajarse tanto,
no accedieran a la baja demagogia
de hacerse groseramente comprensibles,
y nos esperaran con siniestros espectáculos,
luego que el último discurso fuese pronunciado
y nuestro solitario cuerpo
para siempre abandonado a sí mismo
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