ciudad de Europa, mirando hacia América, apoyado en su bastón de enfermo, el
general José de San Martín.)
Había amainado la lluvia, y aunque algo inexplicable me empujaba a hablar con
aquel chiquilín, sin saber que un día reaparecería en mi vida (y de qué manera!),
saludé y corrí hasta donde estaba mi coche. Me dirigí hacia el centro por la primera
calle transversal. Manejaba tan distraído por la entrega del libro y por la impresión
de la mirada de aquel niño que, sin comprender cómo, me encontré en una calle
cortada. Ya era bastante oscuro y tuve que iluminar con los faros para ver el
nombre. Quedé sobrecogido: ALEJANDRO DANEL.
Durante un rato no atiné a hacer nada, jamás podía haber imaginado, el
encontrarme con aquella figura secundaria de nuestro pasado, que existiera una
pequeña calle con su nombre. Y aunque lo hubiese sabido, cómo atribuir al azar
que me la encontrase en una ciudad de 50 kilómetros de diámetro y justamente
después de haber corregido la parte de la novela en que Alejandro Danel descarna
a Lavalle? Cuando más tarde relaté el episodio a M., con su invencible optimismo,
me aseguró que debía tomarlo como un portentoso signo favorable. Sus
comentarios me tranquilizaron, al menos en aquel momento. Porque mucho más
tarde pensé que ese signo podía haberlo sido en un sentido inverso al que ella
imaginaba. Pero en aquel momento su interpretación me trajo sosiego, sosiego que
fue convirtiéndose en euforia durante los meses que siguieron a la aparición del
libro, primero en la Argentina y luego en Europa. Esa euforia me hizo olvidar las
intuiciones que durante años me habían aconsejado el absoluto silencio. Lo menos
que puede llamarse a esto es miopía. Nunca vemos lo suficientemente lejos, eso es
todo.
Después fueron produciéndose, poco a poco, con insidiosa persistencia, los
acontecimientos que habrían de perturbar estos últimos años de mi vida. Aunque a
veces, la mayor parte, sería exagerado llamarlos así, pues apenas eran como esos
casi imperceptibles pero inquietantes crujidos que oímos de noche, cuando estamos
desvelados.
Nuevamente empecé a recluirme en mí mismo, y durante casi diez años no quise
saber nada de ficciones. Hasta que sucedieron dos o tres hechos que empezaron a
darme una débil esperanza, como pequeñísimas y vacilantes luces que un aviador
solitario, que ha luchado con formidables tempestades, y cuando la nafta se le
acaba, empieza a ver (o a creer que ve) a lo lejos, en medio de las tinieblas, y que
pueden señalar la costa en que por fin ha de poder aterrizar.
Sí, pude aterrizar, aunque el lugar era inhóspito y desconocido, aunque las débiles
luces que me condujeron y despertaron en mí una temblorosa esperanza podían
pertenecer a un territorio de caníbales.
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