hijo o nieto suyo. —No, señor —me respondió—. Este chico é un amigo. Se llama
Nacho. Me da una mano de vé en cuando. El niño parecía ser un hijo del Van Gogh
de la oreja cortada, y me miraba con los mismos ojos enigmáticos y verdosos. Un
niño que en cierto modo me recordaba a Martín, pero a un Martín rebelde y
violento, alguien que un día podía volar un banco o un prostíbulo. La sombría
gravedad de su expresión impresionaba aún más por tratarse de una criatura.
(Paralizar el tiempo en la infancia, pensaba Bruno. Los veía amontonados en alguna
esquina, en esas conversaciones herméticas que para los grandes no tienen ningún
sentido. A qué jugaban? No había más trompos, ni billarda, ni rescate. Dónde
estaban las figuritas de cigarrillos Dólar? Y las de Bidoglio, Tesorieri o Mutis? En qué
secreto paraíso de trompos y barriletes andaban ahora las figuritas del Genoa
Football Club? Todo era distinto, pero acaso todo era igual en el fondo. Crecerían,
tendrían ilusiones, se enamorarían, disputarían la existencia con ferocidad, sus
mujeres engordarían y se volverían vulgares, ellos retornarían al café y a la antigua
barra de amigos (ahora canosos, gordos y calvos, escépticos) y luego sus hijos
también se casarían y por fin llegaría el momento de la muerte, el solitario instante
en que se abandona esta tierra confusa: solos. Alguien (Pavese, quizá?) había dicho
que era muy triste envejecer y conocer el mundo. Entre ellos, los viejos, habría uno
quizá como él, como Bruno, y todo volvería a empezar: esa misma reflexión, esa
idéntica
melancolía,
ese
mirar
a
los
niños
que
juegan
en
una
vereda,
candorosamente; a uno como Nacho, que ya grave y misteriosamente observa al
extraño desde el fondo de un pequeño quiosco, como si una prematura y terrible
experiencia ya lo hubiese arrancado de ese mundo infantil para observar con rencor
el mundo de los grandes. Sí, sentía necesidad de paralizar el curso del tiempo.
Detente! casi dijo con ingenuidad, tratando de instaurar una disparatada magia.
Detente, oh tiempo! volvió casi a murmurar, como si la forma poética pudiera
lograr lo que las simples palabras no pueden. Deja a esos niños para siempre ahí,
en esa vereda, en ese universo hechizado! No permitas que los hombres y sus suciedades los lastimen, los quiebren. Paraliza aquí mismo la vida. Deja que para
siempre subsistan las líneas punteadas de la Expedición al Alto Perú. Que jamás
deje de ser inmaculado, con su uniforme de parada, señalando con su índice
enérgico hacia Chile, el general José de San Martín. Que nunca sepan que en aquel
momento marchaba enfermo sobre una mula y no sobre un hermoso caballo
blanco, cubierto con un simple poncho, encorvado y caviloso, enfermo. Permanezca
para siempre aquel pueblo de 1810 frente al Cabildo, esperando bajo la llovizna la
Libertad de los Pueblos. Sea aquella revolución pura y perfecta, sean eternos y sin
manchas sus jefes, no haya jamás debilidades ni traiciones, no muera abandonado
e insultado el general Belgrano, no fusile Lavalle a su antiguo camarada de armas
ni reciba ayuda de extranjeros. No muera pobre y desilusionado en una remota
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