Test Drive | Page 17

hijo o nieto suyo. —No, señor —me respondió—. Este chico é un amigo. Se llama Nacho. Me da una mano de vé en cuando. El niño parecía ser un hijo del Van Gogh de la oreja cortada, y me miraba con los mismos ojos enigmáticos y verdosos. Un niño que en cierto modo me recordaba a Martín, pero a un Martín rebelde y violento, alguien que un día podía volar un banco o un prostíbulo. La sombría gravedad de su expresión impresionaba aún más por tratarse de una criatura. (Paralizar el tiempo en la infancia, pensaba Bruno. Los veía amontonados en alguna esquina, en esas conversaciones herméticas que para los grandes no tienen ningún sentido. A qué jugaban? No había más trompos, ni billarda, ni rescate. Dónde estaban las figuritas de cigarrillos Dólar? Y las de Bidoglio, Tesorieri o Mutis? En qué secreto paraíso de trompos y barriletes andaban ahora las figuritas del Genoa Football Club? Todo era distinto, pero acaso todo era igual en el fondo. Crecerían, tendrían ilusiones, se enamorarían, disputarían la existencia con ferocidad, sus mujeres engordarían y se volverían vulgares, ellos retornarían al café y a la antigua barra de amigos (ahora canosos, gordos y calvos, escépticos) y luego sus hijos también se casarían y por fin llegaría el momento de la muerte, el solitario instante en que se abandona esta tierra confusa: solos. Alguien (Pavese, quizá?) había dicho que era muy triste envejecer y conocer el mundo. Entre ellos, los viejos, habría uno quizá como él, como Bruno, y todo volvería a empezar: esa misma reflexión, esa idéntica melancolía, ese mirar a los niños que juegan en una vereda, candorosamente; a uno como Nacho, que ya grave y misteriosamente observa al extraño desde el fondo de un pequeño quiosco, como si una prematura y terrible experiencia ya lo hubiese arrancado de ese mundo infantil para observar con rencor el mundo de los grandes. Sí, sentía necesidad de paralizar el curso del tiempo. Detente! casi dijo con ingenuidad, tratando de instaurar una disparatada magia. Detente, oh tiempo! volvió casi a murmurar, como si la forma poética pudiera lograr lo que las simples palabras no pueden. Deja a esos niños para siempre ahí, en esa vereda, en ese universo hechizado! No permitas que los hombres y sus suciedades los lastimen, los quiebren. Paraliza aquí mismo la vida. Deja que para siempre subsistan las líneas punteadas de la Expedición al Alto Perú. Que jamás deje de ser inmaculado, con su uniforme de parada, señalando con su índice enérgico hacia Chile, el general José de San Martín. Que nunca sepan que en aquel momento marchaba enfermo sobre una mula y no sobre un hermoso caballo blanco, cubierto con un simple poncho, encorvado y caviloso, enfermo. Permanezca para siempre aquel pueblo de 1810 frente al Cabildo, esperando bajo la llovizna la Libertad de los Pueblos. Sea aquella revolución pura y perfecta, sean eternos y sin manchas sus jefes, no haya jamás debilidades ni traiciones, no muera abandonado e insultado el general Belgrano, no fusile Lavalle a su antiguo camarada de armas ni reciba ayuda de extranjeros. No muera pobre y desilusionado en una remota 17