pasaría la vida entera sin publicar nada, esterilizándome. De todos modos le pedí
que me dejara corregir allí mismo algunas páginas. Entonces, en la mesa de uno de
los correctores, abrí al azar la última carpeta en la parte en que el comandante
Danel se dispone a descarnar el cadáver de Lavalle. Empecé a tachar adjetivos y
adverbios. El adjetivo modifica al sustantivo y el adverbio modifica al adjetivo:
modificación de una modificación —pensé entre melancólico e irónico recordando
alguna remota clase de gramática de Henríquez Ureña—. Tanto trabajo en dar
matiz a un caballo, a un árbol, a un muerto, para luego ir arrasando con esas
determinaciones, para dejar esos caballos y árboles y muertos tan desoladamente
desnudos, tan ásperos y duros, tan escuetos como si aquellos adjetivos y adverbios
fueran vergonzosos disfraces para alterarlos o esconderlos. Hacía la tarea con
descreimiento, tanto me daba esa página como cualquier otra: todas eran
imperfectas y torpes; en cierta medida porque cuando escribo ficciones operan
sobre mí fuerzas que me obligan a hacerlo y otras que me retienen o me hacen
tropezar. De donde esas aristas, esas desigualdades, esos contrahechos fragmentos
que cualquier lector refinado puede advertir.
Harto, cerré con desaliento la carpeta y se le entregué al corrector. Salí. Era un día
frío y tristísimo. Lloviznaba. Disponía aún de cierto tiempo y se me ocurrió ir por
Juan de Garay en dirección al Parque de los Patricios. No lo veía desde niño, cuando
en 1924 llegué por primera vez a Buenos Aires desde mi pueblo. Y de repente
recordé que aquella noche había dormido en una casa de la calle Pedro Echagüe,
ese mismo Echagüe que aparecía en la Legión de Lavalle. No era portentoso que lo
recordara en ese momento, cuando acababa de corregir una página sobre la Legión, cuando pasaba a pocos pasos de ese barrio que nunca más había visitado
desde aquella remota infancia? Llegué al parque y decidí bajarme, para caminar
entre los árboles. Cuando la llovizna se convirtió en una lluvia intensa me refugié
en un quiosco de diarios y cigarrillos, y mientras esperaba que parase de llover
observé al dueño, que tomaba mate en un jarrito enlozado. Era un hombre que en
su juventud debía de haber sido poderoso.
—Tiempo feo —me dijo, señalando con el matecito.
Sus anchas espaldas habían ido encorvándose con los años. Su pelo era blanco,
pero sus ojos eran infantiles. Sobre la ventanita, escrito con torpes manos caseras,
se leía:
QIOSQO DE C. SALERNO
Apretujados en su interior había también un chico de unos ocho o nueve años y uno
de esos perros callejeros color café con leche, con manchas blancas. Por devolverle
de alguna manera su modesta observación amistosa, le pregunté si el chiquilín era
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