Test Drive | Page 16

pasaría la vida entera sin publicar nada, esterilizándome. De todos modos le pedí que me dejara corregir allí mismo algunas páginas. Entonces, en la mesa de uno de los correctores, abrí al azar la última carpeta en la parte en que el comandante Danel se dispone a descarnar el cadáver de Lavalle. Empecé a tachar adjetivos y adverbios. El adjetivo modifica al sustantivo y el adverbio modifica al adjetivo: modificación de una modificación —pensé entre melancólico e irónico recordando alguna remota clase de gramática de Henríquez Ureña—. Tanto trabajo en dar matiz a un caballo, a un árbol, a un muerto, para luego ir arrasando con esas determinaciones, para dejar esos caballos y árboles y muertos tan desoladamente desnudos, tan ásperos y duros, tan escuetos como si aquellos adjetivos y adverbios fueran vergonzosos disfraces para alterarlos o esconderlos. Hacía la tarea con descreimiento, tanto me daba esa página como cualquier otra: todas eran imperfectas y torpes; en cierta medida porque cuando escribo ficciones operan sobre mí fuerzas que me obligan a hacerlo y otras que me retienen o me hacen tropezar. De donde esas aristas, esas desigualdades, esos contrahechos fragmentos que cualquier lector refinado puede advertir. Harto, cerré con desaliento la carpeta y se le entregué al corrector. Salí. Era un día frío y tristísimo. Lloviznaba. Disponía aún de cierto tiempo y se me ocurrió ir por Juan de Garay en dirección al Parque de los Patricios. No lo veía desde niño, cuando en 1924 llegué por primera vez a Buenos Aires desde mi pueblo. Y de repente recordé que aquella noche había dormido en una casa de la calle Pedro Echagüe, ese mismo Echagüe que aparecía en la Legión de Lavalle. No era portentoso que lo recordara en ese momento, cuando acababa de corregir una página sobre la Legión, cuando pasaba a pocos pasos de ese barrio que nunca más había visitado desde aquella remota infancia? Llegué al parque y decidí bajarme, para caminar entre los árboles. Cuando la llovizna se convirtió en una lluvia intensa me refugié en un quiosco de diarios y cigarrillos, y mientras esperaba que parase de llover observé al dueño, que tomaba mate en un jarrito enlozado. Era un hombre que en su juventud debía de haber sido poderoso. —Tiempo feo —me dijo, señalando con el matecito. Sus anchas espaldas habían ido encorvándose con los años. Su pelo era blanco, pero sus ojos eran infantiles. Sobre la ventanita, escrito con torpes manos caseras, se leía: QIOSQO DE C. SALERNO Apretujados en su interior había también un chico de unos ocho o nueve años y uno de esos perros callejeros color café con leche, con manchas blancas. Por devolverle de alguna manera su modesta observación amistosa, le pregunté si el chiquilín era 16