El 24 de junio Muchnik me telefoneó, recordándome la promesa. Me dio vergüenza
desdecirme, o quizá mi conciencia luchaba contra mi instinto, considerándolo
absurdo. Y aceptando la presión amistosa como un pretexto ante mí mismo, como
si dijera "vean ustedes (ustedes? quiénes?) que yo no soy enteramente responsable", le respondí que iría ese mismo día para hacerle entrega de los originales.
Apenas lo supo, M. me preguntó si había olvidado que era mi cumpleaños y que,
como siempre, vendrían algunos amigos. Mi cumpleaños! Era lo único que faltaba
para terminar de prevenirme! Pero no le comenté ni una palabra. Mi madre estaba
enferma cuando nací, y recién me inscribieron un 3 de julio, como si no se
decidieran. Nunca supe después con exactitud si mi nacimiento se había producido
el 23 o el 24 de junio. Pero cuando un día en que yo la acosaba, me confesó que
era el atardecer y que se estaban encendiendo las fogatas de San Juan.
—Pero entonces no hay duda: fue el 24, el día de San Juan —le decía.
Mamá meneaba la cabeza:
—En algunas partes también se encienden fogatas en la víspera.
Siempre me fastidió aquella incerteza, incerteza que me había impedido tener un
horóscopo preciso. Y más de una vez volvía a interrogarla, porque tenía la sospecha
de que me ocultaba algo. Cómo era posible que una madre no recuerde el día del
nacimiento de su hijo?
La escrutaba en los ojos, pero ella se limitaba a contestar de modo dubitativo.
Pasaron algunos años después de su muerte cuando leyendo uno de esos libros de
ocultismo supe que el 24 de junio era un día infausto, porque es uno de los días del
año en que se reúnen las brujas. Conciente o inconcientemente mi madre trataba
de negar esa fecha, aunque no podía negar lo del crepúsculo: hora temible. No fue
el único hecho infausto vinculado a mi nacimiento. Acababa de morir mi hermano
inmediatamente mayor, de dos años de edad. Me pusieron el mismo nombre!
Durante toda la vida me obsesionó la muerte de ese chico que se llamaba como yo
y que para colmo se recordaba con sagrado respeto, porque según mi madre y
doña Eulogia Carranza, amiga de mi madre y allegada a don Pancho Sierra, "ese
chico no podía vivir". Por qué? Siempre se me respondió con vaguedades, se me
hablaba de su mirada, de su portentosa inteligencia. Al parecer, venía marcado con
un signo aciago. Estaba bien, pero por qué entonces habían cometido la estupidez
de ponerme el mismo nombre? Como si no hubiese bastado con el apellido,
derivado de Saturno, Ángel de la soledad en la cábala, Espíritu del Mal para ciertos
ocultistas, el Sabath de los hechiceros.
—No —le mentí a M.—, no olvidé el cumpleaños. Volveré temprano.
Esa tarde sucedió algo que en cierta medida me tranquilizó. En el momento en que
le entregaba las carpetas a Muchnik le dije que me reservaría la última para
corregir algunos fragmentos. Se enojó, me dijo que era una tontería, que así me
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