dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido
entre mis seres queridos. Libero a Cuba de cualquier responsabilidad,
salvo la que emana de su ejemplo. Que si me llega la hora definitiva
bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y
especialmente para ti, Fidel.
El Inti Peredo. Había oído hablar de él? No... bueno, sí... Le daba vergüenza
confesarle que había visto su libro de memorias en una librería, le parecía injusto
hablar de librerías delante de alguien como Palito, que casi era analfabeto, pero que
en cambio había estado y sufrido allá, en el infierno. Era un gran tipo el Inti, le dijo,
el Che lo quería mucho, aunque era difícil saber cuándo el Che quería mucho a
alguien, aunque a veces ellos se daban cuenta. Un día, debajo de un árbol,
descansaba o más bien pensaba. El mes de agosto había sido bravo, pasaron
mucha hambre
y
sed,
algunos
compañeros
tomaron
la orina,
aunque el
Comandante se los había advertido, trajo trastornos, claro. Para colmo el Moro, que
era el único médico , había empezado con su lumbago, tenía dolores insoportables
en la marcha, y curar qué iba a curar. Estaba cundiendo el desaliento y hasta el
miedo. El caso de Camba, por ejemplo. Alrededor del fogón el Che les habló esa
noche con voz tranquila pero grave. Eso era para graduarse de hombres, dijo. Y el
que no se sintiera capaz debía dejar la lucha en ese mismo momento. Pero los que
se quedaron sintieron que su amor y su admiración por el Comandante se hacía
más y más grande, y se comprometieron a vencer o morir. Eran momentos muy
difíciles porque todo el grupo de Joaquín había caído en una emboscada, en el vado
del río Yeso, el 31 de agosto, por la delación de un miserable llamado Honorato
Rojas, un campesino. Honorato no venía de honor? Sí, venía de honor.
Bueno, el ejército esperó hasta que ese miserable los llevara a la trampa, y cuando
estaban vadeando el río los asesinaron por la espalda, y allí murieron muchos y
entre ellos Tania, una chica muy valiente, y sólo quedaron 22 hombres. Algunos,
como el Moro, en muy malas condiciones, y otros, había que decirlo, aunque daba
vergüenza, con miedo. Así que el Comandante reinició la educación todas las
noches, con charlas y consejos, también con reprimendas paternales pero severas.
Y una de esas noches lo vio solo, sentado en la raíz de un árbol, mirando el suelo.
No sabía por qué tuvo el impulso de acercarse. Estaba pensando, le dijo el Che,
como si se disculpara. Pensando en Celita, la hija que había dejado en Cuba.
El Palo volvió a callarse. Encendió otro cigarrillo y Marcelo veía en la oscuridad
cómo el cigarrillo se avivaba en cada chupada de su compañero.
Queridos viejos: otra vez siento bajo mis talones el costillar de
Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo. Hace de esto
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