Y de pronto, sin despedirse, casi corriendo, se fue por la calle Australia hacia el lado
de su casa.
Bruno advirtió cómo Martín lo miraba con la mirada interrogativa que acostumbraba
dirigirle, como si en él pudiera encerrarse la clave de ese documento cifrado que
era la relación con Alejandra.
Pero Bruno no respondió a la muda interrogación, y más bien quedó reflexionando
en ese retorno de Martín, después de quince años, a los lugares que revivificaban el
recuerdo tenaz. Cuando apenas era un chico de dieciocho años, empujado por la
soledad de su adolescencia, había recorrido esos mismos senderos del Parque
Lezama que ahora recorría con sus treinta y tres años de hombre que sin embargo
no había logrado desembarazarse de aquella carga, y que en cierto modo se
manifestaba torpe pero tiernamente en el cortaplumas blanco que tantas veces
había abierto y cerrado, delante de Alejandra o del mismo Bruno, contemplándolo
sin verlo, mientras su espíritu balbuceaba palabras de amor o desesperanza.
Habían endurecido con asfalto los viejos y modestos senderos de tierra y cascote,
habían retirado las estatuas (con la sola y milagrosa excepción de aquella copia de
Ceres, delante de la cual había comenzado la magia), habían quitado los bancos de
madera, con esa propensión estúpida de los argentinos a no dejar un solo resto del
pequeño pero por eso mismo conmovedor pasado, pensaba Bruno.
No, no era ya el Parque Lezama de su adolescencia, y con melancolía debió
sentarse en el abstracto y frígido banco de cemento, para mirar desde lejos la
misma estatua que en aquel atardecer de 1953 presenció el silencioso llamado de
Alejandra. No, no se lo dijo así, claro que no. Su pudor le impedía hablar de hechos
tan significativos sobre el tiempo y la muerte. Pero Bruno podía adivinarlos, porque
aquel muchacho (aquel hombre?) era como su propio pasado y podía descifrar sus
pensamientos más recónditos a través de palabras tan triviales como caramba, qué
lástima, esos bancos de cemento, esos caminitos de asfalto, no sé, yo creo,
mientras abría y cerraba su cortaplumas de una manera que parecía destinada a
controlar el estado de su funcionamiento. Así que a través de esas trivialidades
Bruno reconstruía sus verdaderos sentimientos, y lo imaginaba en aquel atardecer
contemplando la estatua de Ceres durante horas, hasta que la noche, una vez más,
descendía sobre los seres solitarios que allí repiensan sus destinos, y también sobre
los enamorados que intentan su secreta violencia o reciben la modesta magia de su
amor. Y tal vez (seguramente) volvió a oír la sorda sirena de un barco lejano, como
en aquel no creíble tiempo de su primer encuentro. Y tal vez (seguramente) sus
ojos nublados la buscaron absurda y dolorosamente entre las sombras.
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