ambiguamente, como de los sueños. La noche era una de esas noches de agosto
frígida y nublada, y el viento del sudeste los golpeaba de costado. Pero Alejandra
abría su tapado como si quisiera helarse, y respiraba con ansiedad, profundamente.
Hasta que por fin cerró su tapado, le apretó el brazo y dirigiendo su mirada hacia
abajo le comentó:
—Me hace bien todo esto: estar con vos, ver un barrio así, de gente que trabaja y
hace cosas sencillas, sanas y precisas: un tornillo, una rueda. De pronto me
gustaría ser hombre, ser uno de ellos, tener uno de esos pequeños destinos.
Se quedó cavilando y encendió un cigarrillo, con el resto del que se le terminaba.
—Teníamos ejercicios espirituales, retiros.
Martín la miró sin entender. Ella se rió con su risa dura y un poco macabra.
—No sentiste hablar del padre Laburu? Hacía unas descripciones del infierno que
nos aterrorizaba. La eternidad del castigo. Una esfera del tamaño de la Tierra, una
gota de agua que cae y la desgasta. Y cuando aquella esfera se termina, se
empieza con otra igual. Y después otra y otra, niñas, millones de esferas del
tamaño del planeta. Infinitas esferas. Imaginaos, niñas. Y mientras tanto te asan al
spiedo. Hoy me parece tan candoroso. El infierno está aquí.
Volvió al silencio, chupando anhelosamente su cigarrillo.
A lo lejos, río afuera, un barco hacía sonar su sirena.
Qué lejos estaba ahora aquello de irse de Buenos Aires!
Martín reflexionaba que en ese momento Alejandra no pensaba en términos de
viaje sino de muerte.
—Me gustaría morir de cáncer —dijo—, y sufrir mucho. Uno de esos cánceres que te
torturan durante un año, mientras te pudrís en forma.
Se volvió a reír con aquella risa dura, se quedó luego en silencio un buen rato y
finalmente dijo "Vamos".
Caminaron hacia la Vuelta de Rocha, sin hablar. Al llegar a la calle Australia se
detuvo, lo hizo volver con fuerza hacia ella y mirándolo de frente con ojos un poco
como los que se tienen cuando se delira de fiebre, le preguntó si la quería.
—Tu pregunta es idiota —respondió Martín con aflicción y desconsuelo.
—Bueno, oí bien lo que te voy a decir. Hacés muy mal en quererme. Y mucho peor
es que yo te ruegue que lo hagas. Pero lo necesito, entendés? Lo necesito. Aunque
no te vea nunca más. Necesito saber que en algún lugar de esta inmunda ciudad,
en algún rincón de este infierno, estás, vos, y que vos me querés.
Como si de las grietas resecas de una piedra ardiente pudieran brotar gotas de
agua, así salieron algunas lágrimas de sus ojos, y bajaron por una cara durísima y
demacrada.
Entre aquella Alejandra y la que un par de años antes había encontrado en un
parque de Buenos Ares se abría un abismo de siglos tenebrosos.
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