reflejaron o refractaron el espíritu de Alejandra. Y cuando ellos muriesen (Martín y
Bruno, Marcos Molina, Bordenave y hasta aquel Molinari que había hecho vomitar a
Martín) y también muriesen sus confidentes, desaparecería para siempre el último
recuerdo de un recuerdo, y hasta los reflejos de esos recuerdos en otras remotas
personas, y los indicios de portentos, de degradaciones, de purísimo amor y de
encanallado sexo.
—Cómo, cómo? —preguntó Bruno entonces, respondiéndole Martín que era de
madrugada cuando sintió que lo sacudían violentamente por los hombros. Y vio,
creyendo estar en un sueño, el rostro alucinado de Alejandra encima de él, cuando
ya nada Martín esperaba de ella. Y con voz sombría y desgarrada dijo que le dijo:
—Nada, quería verte. Mejor dicho, necesitaba verte. Vestite, quiero salir de aquí.
Mientras Martín se vestía ella encendió con una mano que temblaba un cigarrillo, y
luego se puso a preparar café. Fascinado, Martín no podía dejar de observarla un
solo instante mientras se iba vistiendo: llevaba un tapado de piel y parecía venir de
alguna fiesta, pero estaba sin pintar, demacrada y ojerosa. Pero además parecía
haberse vestido sin ningún cuidado, como quien ha debido huir de alguna parte sin
pérdida de tiempo, como en los incendios o terremotos. Se acercó e intentó
acariciarla, pero ella gritó que no la tocara, y entonces él quedó paralizado. Había
gritado esa advertencia con aquel fulgor salvaje en los ojos que él tan bien conocía,
cuando estaba tensa como un resorte, a punto de romperse. Pero en seguida le
pidió perdón y el pocillo se le cayó.
—Ves? —comentó, como si fuera una explicación.
Sus manos seguían temblando como si tuviera mucha fiebre. Martín salió a lavarse,
pero sobre todo para ordenar sus ideas. Cuando volvió, el café ya estaba preparado
y Alejandra se había sentado, pensativa. Martín sabía que lo mejor era no
preguntarle nada, así que tomaron el café en silencio. Luego ella le pidió aspirina y,
como era su costumbre, la masticó sin agua, después de lo cual volvió a tomar más
café. Al cabo de un tiempo se levantó, como si le volviera aquella inquietud, y le
dijo que salieran.
—Caminemos por la ribera. O mejor subamos al puente —agregó.
Un marinero dio vuelta la cabeza y Martín pensó, con pena, que aquel hombre la
tomaría por una puta, con su tapado de piel y su cara, en aquellas horas de la
madrugada.
—No te preocupes tanto —comentó ella con su voz seca, adivinando lo que
pensaba—. De todos modos se va a quedar corto.
Subieron al puente y se acodaron sobre la baranda, en la mitad del río, mirando
hacia la desembocadura: como antes, como en tiempos infinitamente más felices,
tiempos que en ese instante (pensaba Bruno) a Martín le parecerían pertenecer a
alguna vida anterior, a una lejana encarn