—No lo sé. Lo que sé es que debemos hacer conciencia de este tremendo problema.
Ya que estamos a medio desarrollo, no seamos tan estúpidos como para repetir la
catástrofe del hiperdesarrollo.
—Si los países pobres no se desarrollan, ayudan a mantener su esclavitud. Hablar
en las minas bolivianas contra los bienes materiales, no es una especie de
exquisitez?
—Nunca aprobé la explotación, lo sabés. Lo que he dicho y seguiré diciendo,
aunque ahora no es fácil ni simpático, es que no vale la pena hacer sangrientas
revoluciones para que un día las casas se llenen de chirimbolos inútiles y de chicos
idiotizados por la televisión. Si vamos a juzgar por los resultados, hay países
pobrísimos que son mejores que los Estados Unidos. El Vietnam. Con qué venció al
país más tecnificado del mundo? Con fe, espíritu de sacrificio, amor a su tierra.
Valores espirituales.
—Sí. Pero no me dice cómo daría aumentos (no le hablo de chirimbolos) a una
población que aumenta de modo exponencial.
—No lo sé. Tal vez habría que estabilizar la población mundial. Pero en todo caso sé
lo que no quiero. Ni supercapitalismo, ni supersocialismo. No quiero superestados
con robots. En Israel me hablaron con desdén de un kibutz: fabricaba zapatos,
creo, tres o cuatro veces más caros que no sé qué fábrica de Tel Aviv. Pero, quién
ha dicho que la misión de un kibutz es fabricar zapatos baratos? Su misión es hacer
hombres. Tenés hora?
Silvia puso sus ojos casi en contacto con el reloj. Eran las 7 y 10.
Estaban en la terraza de la antigua quinta. Apoyado en la balaustrada, S. le explicó
que el río llegaba hasta ahí abajo, donde ahora corrían los autos enloquecidos.
Parque mustio y viejo, recitó S. como para sí mismo.
Qué?
Nada. Pensaba.
—El gran mito del Progreso —dijo, por fin—. La Revolución Industrial. Con la Biblia
en la mano (siempre es bueno cometer porquerías con pretextos honrosos)
destruyeron culturas enteras, entraron a sangre y fuego en antiguas comunidades
africanas o polinesias, no dejaron piedra sobre piedra. Para qué? Para llenarlos de
vulgaridades hechas en Manchester, para explotarlos despiadadamente: en el
Congo Belga les cortaban las manos cuando robaban alguna cosita; ellos, los que
robaban el país entero. Pero no sólo los esclavizaron: les quitaron sus antiguos
mitos, su armonía con el cosmos, su candorosa felicidad. La barbarie tecnolátrica,
la arrogancia europea. Ahora estamos pagando este gran pecado. Lo pagan los
muchachos drogados y perdidos de Londres o New York.
—No está haciendo una nostalgia romántica de la lepra o la desnutrición o la
disentería?
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