Ahí estaba, imperioso y férreo, don Pedro de Mendoza, señalando con su espada la
ciudad que su real gana decidía fundar aquí: SANTA MARÍA DE LOS BUENOS
AYRES, 153 6 . Qué bárbaros, era el calificativo que siempre se le ocurría. Y esas
mujeres: Isabel de Guevara, Mari Sánchez, Elvira Pineda...
Esas idioteces inventadas por el humanismo abstracto: todos los hombres son
iguales, todos los pueblos son iguales. Había hombres grandes y hombres enanos,
pueblos gigantescos y pueblos chiquitos así.
La crueldad de la conquista. Los que quieren virtudes al estado puro.
Y la Conquista de América por el Oro!
Como suponer que el jugador juega por el dinero, no por la pasión.
El dinero era el instrumento, no el fin.
Se sentó en uno de los bancos, cuando vio llegar con cautela a la chica del suéter
amarillo.
Qué, lo había seguido?
Su pregunta mostraba fastidio: detestaba que lo siguieran y también lo temía.
Sí, lo había seguido, lo había visto entrar al café, estuvo esperando en el parque a
que saliera.
Para qué?
Le parecía aún más miope que durante la reunión, también más tímida: no era la
chica brillante de pocas horas antes.
Pero, realmente se llamaba Gentile?
Sí.
Pero no era sefardí o algo así?
Cómo, algo así? Su abuelo era napolitano.
—Napoli e poi morire —dijo S., riéndose del cliché.
De cerca parecía más flaquita, con su piel cetrina y su nariz aguileña.
—Tenés cara de sarracena.
No respondió.
—Y sos muy miope. Verdad?
Sí, cómo se había dado cuenta.
Tendría que cambiar de oficio si no fuera observador. Una manera de mirar, de
caminar, de adelantar la cabeza.
Sí, cuando chica hasta se llevaba puertas por delante.
Pero por qué no usaba anteojos?
—Anteojos?
Pareció no haber oído bien.
Sí, anteojos.
Tardó mucho en responder. Después murmuró: porque ya era demasiado fea sin
anteojos.
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