hasta volverse espíritu puro, como si su carne se hubiese calcinado por la fiebre;
como si su cuerpo, atormentado y quemado, se hubiera reducido a un mínimo de
huesos y piel, y a unos pocos y durísimos músculos para soportar la tensión de la
existencia. Casi nunca hablaba, como este otro ahora, pero sus ojos ardían con el
fuego de la indignación, mientras sus labios, en su cara rígida, se apretaban para
guardar sus angustiosos secretos. Y ahora volvía en este otro muchacho, también
moreno y esmirriado, que no terminaba de entender por qué estaba allí, entre tanta
palabra para él incomprensible. Quizá por su sola fidelidad a Marcelo. Y, hecho
curioso, también se reiteraba aquella otra s