menos es legítima. Lo ilegítimo es sostener que sólo eso es arte, que esa clase de
affiches es lo que debe hacer un pintor que quiere el cambio social. Lo ilegítimo es
confundir los planos: el arte con los affiches. Además, a veces nos vienen con el
cuento de que ahora el arte no puede andar con esa clase de lujos cuando el
mundo se viene abajo. Pero también se venía abajo en la época de la Revolución
Francesa, y un artista como Beethoven era revolucionario, hasta el punto de
romper la dedicatoria a Napoleón cuando lo defraudó. Pero sin embargo no escribía
marchitas revolucionarias. Escribía música grande. No fue Beethoven el que escribió
LA MARSELLESA.
—Claro! —casi gritó Puch.
A BRUNO LO FASCINABA AQUEL ROSTRO,
cada frase servil le provocaba vergüenza por la raza humana entera, sabía que
podría convertirse en delator policial o trepar hasta convertirse en funcionario de
este régimen o del opuesto. Y entonces volvía a pensar en Carlos, con alivio.
Aunque era un alivio doloroso, porque sabía cuánto costaba a seres como Carlos la
existencia de gusanos como Puch. Carlos. No estaba de nuevo al lado de Marcelo?
Porque los espíritus se repiten, casi encarnados en la misma cara ardiente y
concentrada de aquel Carlos de 1932. La cara de un muchacho que sufre algo
profundísimo que no puede ser revelado a nadie, ni siquiera a ese Marcelo que es
quizá su íntimo compañero, pero seguramente en una amistad hecha de silencio y
de actos. Con Carlos volvían a su memoria nombres de aquel tiempo: Capablanca y
Alekhine, Sandino, Al Jolson cantando en aquel film grotesco, Sacco y Vanzetti.
Extraña y melancólica mezcla! Lo volvía a ver a Carlos, del que nunca supieron el
verdadero apellido, leyendo encarnizadamente ediciones baratas de Marx y Engels,
moviendo los labios con lentitud, en silencio, con los puños apretados contra las
sienes, en aquel cuarto de la calle Formosa, como alguien que penosamente busca
y finalmente desentierra el cofre del tesoro, donde encontrará la clave de su
existencia desventurada, la muerte de su madre en una casilla de zinc rodeada de
chicos con hambre. Era un espíritu religioso y puro. Cómo podía comprender a los
hombres en
general?
La encarnación,
la
caída? Cómo podía
entender la
contaminada condición del hombre? Cómo podía alguna vez comprender y aceptar
la existencia de comunistas como Blanco? Veía sus ojos ardientes en aquella cara
demacrada y reconcentrada. Habría sufrido hasta el límite de todo padecimiento,
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