Era un muchacho de cara durísima, una especie de Gregory Peck bajito y con labios
apretados.
—Quién sos vos? Cómo te llamás?
—Araujo.
—Hace diez años que escribí todo eso.
—Nosotros lo hemos leído —intervino una chica con suéter amarillo y jeans
gastados—. No se trata de nosotros, queremos grabar esto, publicarlo.
—Estoy harto de grabaciones y entrevistas!
BRUNO QUERÍA IRSE,
se sentía incómodo. Y ahora lo veía en ese rincón, quitándose los anteojos y
pasándose la mano por la frente, con su gesto de cansancio y desaliento, mientras
aquellos muchachos discutían entre sí. Porque ni siquiera ellos mismos estaban de
acuerdo, y constituían una absurda mezcla (qué tenía que hacer allí Marcelo, por
ejemplo, y su compañero hosco y silencioso? en virtud de qué disparatada
combinación se hallaban allí también?). Y esa discordia, esa violenta e irónica
discordia, se le ocurría el signo de la tremenda crisis, del resquebrajamiento de las
doctrinas. Se acusaban entre sí como enemigos mortales, y sin embargo todos ellos
pertenecían a lo que llamaban la izquierda; pero cada uno de ellos parecía tener
motivos para considerar con desconfianza al que tenía al lado o enfrente, como sutil
o abiertamente vinculado a servicios de informaciones, a la CIA, al imperialismo.
Miraba sus caras. Cuántos mundos diferentes había detrás de esas fachadas,
cuántos seres esencialmente distintos. La Humanidad Futura. Qué cánones, qué
clase de seres? El Hombre Nuevo. Pero cómo construirlo con ese hipócrita arribista,
con ese Puch que ahí lo estaba adivinando, y con alguien como Marcelo? Qué
atributos, qué uña de ese pequeño trepador de la izquierda podría contribuir a la
integración de ese Hombre Nuevo? Contemplaba a Marcelo, con su campera
gastada y sus pantalones arrugados, con esa presencia casi imperceptible que sin
embargo tanto imponía a Sabato. Porque, le explicaba Sabato, delante de él se
sentía siempre culpable, como en otro tiempo le había ocurrido con Arturo Sánchez
Riva; y no porque fuera terrible sino por lo contrario: por su bondad, por su callada
reserva, por su delicadeza. No creía que su alma fuese apacible; casi con seguridad
era atormentada. Pero su tormento era recatado, hasta cortés. Le resultaba curioso
observar en su cara los mismos rasgos que en el Dr. Carranza Paz, su nariz
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