Oesterheld, Héctor – El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción
—Y, señor Salvo. ¿Cómo se siente...?
—Perfectamente... Salga, que lo sigo.
El capitán Timer no tenía nuestra experiencia en catástrofes: él no había
analizado aún lo sucedido. Creía que su mundo de siempre seguía con todos
sus valores, con toda su organización... Yo, en cambio, apenas reaccioné supe
sin que nadie me lo dijera que no encontraríamos nada afuera, que todo apoyo
había desaparecido, que otra vez estábamos tan solos, tan desesperados como
cuando huíamos de los hombres robots, allá en las espesuras del Delta...
La fuerza de la explosión, desencadenándose en un nivel inferior al nuestro,
había lanzado la caja del ascensor hacia arriba: y ahora estábamos en la calle,
entre un montón de escombros. Y sólo supe que estábamos en la calle porque,
quién sabe por qué milagro, una columna de alumbrado se mantenía
curiosamente intacta. Se había hecho de noche. Un humo acre, que ahogaba al
respirar, llegaba de algún lado. Empezaron a caer gruesas gotas, calientes,
viscosas por el polvo...
Parecían coágulos...
—Tenemos suerte.
Favalli, experto y siempre técnico, recogía algo de entre los escombros al pie
de la columna de alumbrado.
—La radiactividad no ha aumentado prácticamente nada.
Vaya a saber cómo, Favalli había encontrado un contador Geiger. Alcancé a
verlo, era el modelo usado por los policías neoyorkinos; adiviné que él lo
había sacado a algún agente muerto entre los escombros.—Por aquí —el
capitán Timer habló con voz quebrada: el horror de lo que acababa de suceder
empezaba a penetrarle el cerebro; seguro que todavía se resistía a creer que
aquel Nueva York que viéramos desde lo alto, ya no existía más, que no era
otra cosa que un tétrico y desolado montón de ruinas y de muerte.
—Por aquí... —repitió el capitán Timer.
Ahora tenía una linterna. El haz de luz penetró hasta bastante distancia p