Oesterheld, Héctor – El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción
Fuimos a través de la pista hasta donde nos esperaba un helicóptero con el
motor en marcha; había operarios, hombres uniformados, una reconfortante
sensación de eficiencia.
—Da gusto ver gente obedeciendo órdenes —resopló Favalli todavía no del
todo despierto, mientras miraba en torno achicando los ojos de miope.
—Sin embargo —apunté—, hay algo en todos que no termina de gustarme...
Favalli asintió. No necesitó decirme más para indicarme que también él había
comprendido: lodos, desde el empleado que abriera la puerta del transporte,
hasta el piloto del helicóptero que se disponía a llevarnos hasta el comando
central, tenían el rostro demacrado, los ojos hundidos en el fondo de las
cuencas y líneas nuevas, duras, recién marcadas en los rostros...
No era necesario pensar mucho para adivinar el porqué de aquellas
expresiones; todos sabían el peligro en que estaban, todos conocían que
estaban en guerra mortal. Que en cualquier momento podía llegarles el golpe
aniquilador, definitivo... Nada como el temor constante para esculpir un
rostro... En el helicóptero: el capitán Timer, Favalli y yo volando ya hacia la
enorme ciudad.
Era reconfortante verla intacta, sin huellas de destrucción, ver imágenes
increíblemente iguales a algunas tomas que viera en "Cinerama", siglos de
angustia atrás. Entreví, allá abajo, por entre jirones cenicientos de nubes, la
bahía con la Estatua de la Libertad, la fabulosa City, el bosque de rascacielos,
el esbelto Empire State Building sobresaliendo entre los demás y, un poco más
allá, el fabuloso edificio de las Naciones Unidas. Y la gente. Resultaba
maravilloso ver allá abajo a los transeúntes, por millares, y hasta había algo de
tránsito: aunque restringida, la vida seguía su pulso de siempre...
Pensé en Buenos Aires, congelada en la muerte de la nevada, y sentí un dolor
casi físico.
Pero ya el helicóptero descendía en un helipuerto emplazado en la terraza de
un rascacielos. Y allí, más empleados, todos con los mismos rostros devorados
por dentro, soldados formidablemente armados con cascos de plástico. No
pude verlos bien porque al instante siguiente ya estábamos en un ascensor
ultrarrápido, que, en cuestión de momentos nos dejó al nivel del suelo. Se
abrieron las puertas, nos cruzamos con más ojos hundidos en la desesperación
y allí estaba ya un gran automóvil negro, esperándonos. Arrancamos, la sirena
nos abrió paso, enseguida estuvimos corriendo por las
calles a gran velocidad. Súbitos pantallazos de gente mirándonos; alguna
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