Oesterheld, Héctor – El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción
Se detuvo. Se detuvo...
Continuamos disparando durante unos momentos, sin querer creer lo que
veíamos. Pero sí, se había inmovilizado, las orugas habían dejado de girar. No
había caído en zanja alguna, no lo habíamos atacado con ninguna arma
nueva, no estaba en un lugar más difícil.
Pero se había detenido.
Otro bufar de bazooka, otro estallido.
Y lo increíble: toda una parte de la negra superficie desapareció, como
devorada por invisible y feroz mordisco. Otro impacto de bazooka y
desapareció más superficie; incluso algo de la oruga se llevó el estallido.
—¡Lo estamos desintegrando! —gritó alguno, loco de entusiasmo.
Nuevos impactos y pronto el microtanque no fue más que un grotesco despojo,
semioculto por las explosiones, caído finalmente algo de lado.
—¡Alto el fuego! —tronó la voz del capitán Timer.
Dejamos de disparar. Sobrecogidos, quedamos mirando por un momento,
como hipnotizados, ese resto metálico semihundido en el barranco. Y en ese
instante nos dimos cuenta que también los demás habían dejado de disparar:
el silencio era total...
Nos enderezamos, desconcertados, mirándonos unos a los otros sin
comprender, aturdidos: todo había sido demasiado rápido...
—¿Es posible que los hayamos derrotado?—uno hizo la pregunta que nos
estaba quemando—. ¿Es posible que los hayamos derrotado a lodos?
Enseguida tuvimos la confirmación de que sí: los ocho microtanques habían
resistido sin sufrir el menor daño todo el peso de nuestras armas hasta que
llegaron a treinta o cuarenta metros de distancia, pero al llegar a ese punto
habían sido, de pronto, vulnerables. En cuestión de segundos habían resultado
completamente destrozados.
—JN o son tan superiores como parecían —el teniente Gustave se secó la
frente con la manga y sonrió satisfecho, mientras resoplaba con alivio.
—No nos ilusionemos —murmuró Favalli a mi lado; se enderezó y, sin soltar el
arma, se internó en el bañado.
Lo seguí, me le puse al lado.
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