Oesterheld, Héctor – El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción
Ya estábamos muy cerca de la casa cuando se abrió una puerta. Allí, en una
especie de balcón, apareció una mujer. Joven —no tendría más de veinticinco
años—, de pulóver y vaqueros, con un rostro que en otro tiempo habría sido
quizá dulce y alegre pero ahora estaba transido. No había lágrimas en él, pero
cuando se ha llorado mucho, ahí quedan las marcas. AJ lado, medio
escondido, se le apretaba un chico con el pelo rubio que le caía hasta los ojos.
—¡Adentro! ¡Ya te dije que adentro!
Pedro Bartomelli pareció ladrar la orden. Fue un grito tan súbito que me hizo
sobresaltar. Debí mirarlo sorprendido, porque me sonrió:
—Venga, amigo Salvo. Buscaremos un poco de vino bajo la casa. Ahí lo
guardo, para que esté más fresco. Celebraremos el encuentro... Me agaché
para pasar entre los pilares: había allí las consabidas cañas de pescar, algunos
cajones vacíos, canastos de mimbre desvencijados, latas, botellas vacías...
—¿Dónde está el vino? —pregunté, por decir algo; la verdad es que no tenía
ningún deseo de beber. Era algo caliente lo que yo necesitaba.
—Debajo de esa pila de cajones vacíos —me explicó el otro, señalando a un
lado—. Lo guardo allí, así nadie me lo encuentra.
Me incliné, traté de apartar el cajón vacío de más abajo. Hice un esfuerzo, la
pila era mucho más pesada de lo que parecía, apenas lo moví.
Fue entonces cuando vi una sombra que se movía detrás de mí. No sé por qué,
pero me encogí.
Y eso me salvó: el tremendo golpe dado con la barreta de hierro no me dio de
lleno en el cráneo porque el hombro amortiguó parte del impacto que pudo
ser fatal. Aturdido, con la cabeza que me quemaba, me di vuelta, medio
cayendo contra los cajones. Pero ya Pedro Bartomelli levantaba el brazo para
repetir el golpe, me miraba enloquecido de rabia.
No sé qué hice, pero el hierro me silbó junto al oído, se estrelló contra uno de
los cajones. Hubo ruido de maderas rotas. Traté de asirle el brazo, forcejeé,
traté de darle un rodillazo pero la cabeza se me iba: estaba completamente
"groggy". El hombre me sacudió, me empujó a un lado, y no pude seguir
sujetándolo.
Como en una pesadilla, lo vi que volvía a alzar la barreta. Ahora no tenía
escapatoria: me tenía prácticamente "clavado" contra los cajones. Alcé la
mano, en inútil ademán de defensa...
La detonación pareció estallarme dentro del cráneo.
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