Oesterheld, Héctor – El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción
los Ellos... Yo se lo pedí, y el Mano me ayudó a volver. Fue él quien me llevó a
una extraña gruta abierta en la roca, una gruta con paredes de cristal con
luces extrañas que saltaban de una pared a la otra. Era como estar en el centro
de un endiablado fuego cruzado de ametralladoras luminosas que no hacían
daño, que no hacían más que encandilar, aturdir con tanto destello multicolor.
Allí creo que me desvanecí. Recuerdo sólo el rostro del Mano, iluminado por
los destellos que le irisaban los cabellos, mirándome con ojos que sonreían
tristes. Sí, debí desvanecerme. Y la gruta de los cristales debió ser otra
máquina del tiempo.
Cuando volví en mí, cuando volví a ser dueño de mis sentidos, me encontré en
el lugar menos esperado: estaba en el agua, nadando. Un agua bastante fría,
color marrón. Un río ancho aunque no demasiado, pero muy caudaloso.
Sauces en las orillas, un árbol de flores rojas: seguro que un ceibo.
Orillas familiares, muy familiares... Comprendí en seguida que eso era el
Tigre. Y cuando reconocí un chalet supe que estaba en el río Capitán, no lejos
del recreo "Tres Bocas".
La corriente era fuerte. Yo había dejado de luchar contra ella y me dejaba
llevar, nadaba oblicuamente hacia la orilla con los sauces verdes y los ceibos
de flores rojas... Una "golondrina de agua" me pasó por delante, con chirrido
leve, y se alejó rozando el agua. Seguí nadando. El corazón me latió con
renovado ímpetu. Y no era por el frío del agua. Era la golondrina lo que me
reanimaba...
La golondrina, las rojas flores del ceibo, significaban que todo vivía en aquel
lugar, que estaba en una zona donde no había caído la nevada mortal. Un
lugar donde no hacían falla los trajes espaciales, donde se podía mirar el cielo
azul y hasta había olor a madreselvas en el aire...
Un dedo del pie se me endureció; comprendí que empezaba a acalambrarme.
Me di cuenta de que me estaba extenuando y no podría seguir en el agua
mucho más. Lo mejor sería nadar cuanto antes hacia la orilla.
Redoblé el vigor de las brazadas. Me fui quedando sin aliento pero avancé
apreciablemente; dejé la parte donde la corriente era más fuerte y me
encontré por fin cerca de la orilla. Me dejé llevar hasta un muelle que
penetraba varios metros en el río, me tomé de uno de los troncos que lo
sostenían y, aliviado, traté de normalizar el ritmo de la respiración.
Dejé el tronco, pasé a otro y casi me enredé en el hilo de un espinel. Fue
absurdo, pero se me antojó un disparate que alguien hubiera tendido un
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