de oír disparates, y de todos he hallado una agradable aprobación; pero, con todo
esto, no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi
profesión como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes,
y que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los
muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a
quien por la mayor parte toca leer semejantes libros.
Pero lo que más me le quitó de las manos, y aun del pensamiento de acabarle, fue
un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se
representan, diciendo: «Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de
historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni
cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por
buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen, y los actores
que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no
de otra manera, y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide no
sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan
ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los
muchos, que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser mi libro, al cabo de
haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser el
sastre del cantillo.» Y aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores
que se engañan en tener la opinión que tienen, y que mas gente atraerán y más
fama cobrarán representando comedias que sigan el arte que no con las
disparatadas, ya están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón
ni evidencia que dél los saque.
Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces:
-«Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos anos que se representaron en Es