En efeto, tanto les supo el cura decir, y tantas locuras supo don Quijote hacer, que
más locos fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran la falta de don Quijote;
y así, tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces
entre el barbero y Sancho Panza, que todavía asistían con gran rancor a su
pendencia. Finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y
fueron árbitros della, de tal modo, que ambas partes quedaron, si no del todo
contentas, a lo menos, en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no
las cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a
socapa y sin que don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho reales; y el
barbero le hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño por entonces, ni
por siempre jamás, amén.
Sosegadas, pues, estas dos pendencias, que eran las más principales y de más
tomo, restaba que los criados de don Luis se contentasen de volver los tres, y que
el uno quedase para acompañarle donde don Fernando le quería llevar; y como ya
la buena suerte y mejor fortuna había comenzado a romper lanzas y a facilitar
dificultades en favor de los amantes de la venta y de los valientes della, quiso
llevarlo al cabo y dar a todo felice suceso, porque los criados se contentaron de
cuanto don Luis quería; de que recibió tanto contento doña Clara, que ninguno en
aquella sazón la mirara al rostro que no conociera el regocijo de su alma. Zoraida,
aunque no entendía bien todos los sucesos que había visto, se entristecía y
alegraba a bulto, conforme veía y notaba los semblantes a cada uno, especialmente
de su español, en quien tenía siempre puestos los ojos y traía colgada el alma.
El ventero, a quien no se le pasó por alto la dádiva y recompensa que el cura había
hecho al barbero, pidió el escote de don Quijote, con el menoscabo de sus cueros y
falta de vino, jurando que no saldría de la venta Rocinante, ni el juramento de
Sancho, sin que se le pagase primero hasta el último ardite. Todo lo apaciguó el
cura y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había
también ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya
no parecía la venta la discordia del campo de Agramante, como don Quijote había
dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano; de todo lo cual fue
común opinión que se debían dar las gracias a la buena intención y mucha
elocuencia del señor cura y a la incomparable liberalidad de don Femando.
Viéndose, pues, don Quijote libre y desembarazado de tantas pendencias, así de su
escudero como suyas, le pareció que sería bien seguir su comenzado viaje y dar fin
a aquella grande aventura para que había sido llamado y escogido; y así, con
resoluta determinación se fue a poner de hinojos ante Dorotea, la cual no le
consintió que hablase palabra hasta que se levantase; y él, por obedecella, se puso
en pie, y le dijo:
-Es común proverbio, fermosa señora, que la diligencia es madre de la buena
ventura, y en muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia que la solicitud del
negociante trae a buen fin el pleito dudoso; pero en ningunas cosas se muestra
más esta verdad que en las de la guerra, adonde la celeridad y presteza previene
los discursos del enemigo, y alcanza la vitoria antes que el contrario se ponga en
defensa. Todo esto digo, alta y preciosa señora, porque me parece que la estada
nuestra en este castillo ya es sin provecho, y podría sernos de tanto daño, que lo
echásemos de ver algún día; porque ¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes
habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante de que yo voy a destruille, y, dándole
lugar el tiempo, se fortificase en algún inexpugnable castillo o fortaleza contra
quien valiesen poco mis diligencias y la fuerza de mi incansable brazo? Así que,
señora mía, prevengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios,
y partámonos luego a la buena ventura; que no está más de tenerla vuestra
grandeza, como desea, de cuanto yo tarde de yerme con vuestro contrario.