exacto— le había impedido recobrar su tesoro, y que dicho accidente llegó a conocimiento
de sus compañeros, que de otra manera no hubieran oído hablar jamás de tesoro alguno; en
su afán por descubrirlo a su turno, sin resultado, aquéllos habrían dado origen a los rumores
que con el tiempo llegaron a ser generales y corrientes. ¿Oyó usted hablar alguna vez de
que en esta costa se encontrara algún tesoro importante?
—Jamás.
—Y sin embargo es bien sabido que Kidd llegó a acumular inmensas riquezas.
Consideré, pues, como cosa segura que la tierra guardaba aún su tesoro, y no le sorprenderá
si le digo que tuve la esperanza, por no hablar de certeza, de que aquel pergamino hallado
de manera tan rara contenía las informaciones concernientes al lugar donde se encontraba el
botín.
—Pero, ¿cómo procedió usted?
—Volví a acercar el pergamino al fuego, luego de avivar el calor, pero nada apareció.
Pensé entonces que la capa de suciedad que lo cubría era responsable del fracaso, por lo
cual limpié cuidadosamente el pergamino con agua caliente. Hecho esto, lo coloqué en el
fondo de una olla de estaño, con el cráneo hacia abajo, y puse la olla sobre brasas de
carbón. Pocos minutos después, cuando el fondo se hubo recalentado, retiré el pergamino y,
para mi inexpresable júbilo, lo encontré manchado en varias partes, por lo que parecían ser
números trazados en hilera. Volví a colocarlo en el fondo de la olla, dejándolo así un
minuto más. Cuando lo saqué presentaba el aspecto que va usted a ver.
Y luego de recalentar el pergamino, Legrand lo sometió a mi inspección. Toscamente
trazados en rojo, entre la calavera y el cabrito, aparecían los siguientes signos:
—Pues bien —declaré, devolviéndole el pergamino—, por mi parte me quedo tan a
oscuras como antes. Si todas las joyas de Golconda dependieran de la solución de este
enigma, estoy seguro de que no llegaría a conseguirlas.
—Sin embargo —repuso Legrand— la solución no es tan difícil como parece
desprenderse de una primera mirada a los caracteres. Bien ve usted que los mismos
constituyen una cifra, es decir, que encierran un sentido; pero, teniendo en cuenta lo que se
sabe de Kidd, no podía imaginarlo capaz de emplear los criptogramas más difíciles. Decidí
inmediatamente que se trataba de una cifra de la especie más sencilla, pero que para la
torpe inteligencia del marino resultaba absolutamente indescifrable sin la clave.
—¿Y la descifró usted?
—Muy fácilmente. He resuelto otras que eran mil veces más difíciles. Las
circunstancias y cierta tendencia personal me han llevado a interesarme siempre por estos
enigmas, y considero muy dudoso que una inteligencia humana sea capaz de crear un
enigma de este tipo, que otra inteligencia humana no llegue a resolver si se aplica
adecuadamente. Es decir, que apenas hube fijado en forma ordenada y legible aquellos
caracteres, poco me preocupó la dificultad de descifrarlos.