alrededor hasta tal punto que al fin me vi obligado a buscar a tientas el camino. Y entonces
una indescriptible inquietud se adueñó de mí, una especie de vacilación nerviosa, de
temblor. Temí caminar, no fuera a precipitarme en algún abismo. Recordaba, además,
extrañas historias sobre esas Montañas Escabrosas, sobre una raza extraña y fiera de
hombres que ocupaban sus bosquecillos y sus cavernas. Mil fantasías vagas me oprimieron
y desconcertaron, fantasías más afligentes por ser vagas. De improviso detuvo mi atención
el fuerte redoble de un tambor.
»Mi asombro fue por supuesto extremado. Un tambor en esas colinas era algo
desconocido. No podía sorprenderme más el sonido de la trompeta del Arcángel. Pero
entonces surgió una fuente de interés y de perplejidad aún más sorprendente. Se oyó un
extraño son de cascabel o campanilla, como de un manojo de grandes llaves, y al instante
pasó como una exhalación, lanzando un alarido, un hombre semidesnudo de rostro atezado.
Pasó tan cerca que sentí su aliento caliente en la cara. Llevaba en una mano un instrumento
compuesto por un conjunto de aros de acero, y los sacudía vigorosamente al correr. Apenas
había desaparecido en la niebla cuando, jadeando tras él, con la boca abierta y los ojos
centelleantes, se precipitó una enorme bestia. No podía equivocarme acerca de su
naturaleza. Era una hiena.
»La vista de este monstruo, en vez de aumentar mis terrores los alivió, pues ahora
estaba seguro de que soñaba, e intenté despertarme. Di unos pasos hacia adelante con
audacia, con vivacidad. Me froté los ojos. Grité. Me pellizqué los brazos. Un pequeño
manantial se presentó ante mi vista y entonces, deteniéndome, me mojé las manos, la
cabeza y el cuello. Esto pareció disipar las sensaciones equívocas que hasta entonces me
perturbaran. Me enderecé, como lo pensaba, convertido en un hombre nuevo y proseguí
tranquilo y satisfecho mi desconocido camino.
»Al fin, extenuado por el ejercicio y por cierta opresiva cerrazón de la atmósfera, me
senté bajo un árbol. En ese momento llegó un pálido resplandor de sol y la sombra de las
hojas del árbol cayó débil pero definida sobre la hierba. Pasmado, contemplé esta sombra
durante varios minutos. Su forma me dejó estupefacto. Miré hacia arriba. El árbol era una
palmera.
»Entonces me levanté apresuradamente y en un estado de terrible agitación, pues la
suposición de que estaba soñando ya no me servía. Vi, comprendí que era perfectamente
dueño de mis sentidos, y estos sentidos brindaban a mi alma un mundo de sensaciones
nuevas y singulares. El calor tornóse de pronto intolerable. La brisa estaba cargada de un
extraño olor. Un murmullo bajo, continuo, como el que surge de un río crecido pero que
corre suavemente, llegó a mis oídos, mezclado con el susurro peculiar de múltiples voces
humanas.
»Mientras escuchaba en el colmo de un asombro que no necesito describir, una fuerte y
breve ráfaga de viento disipó la niebla oprimente como por obra de magia.
»Me encontré al pie de una alta montaña y mirando una vasta llanura por la cual
serpeaba un majestuoso río. A orillas de este río había una ciudad de apariencia oriental,
como las que conocemos por las Mil y una noches, pero más singular aún que las allí
descritas. Desde mi posición, a un nivel mucho más alto que el de la ciudad, podía percibir
cada rincón y escondrijo como si estuviera delineado en un mapa. Las calles parecían
innumerables y se cruzaban irregularmente en todas direcciones, pero eran más bien
pasadizos sinuosos que calles, y bullían de habitantes. Las casas eran extrañamente
pintorescas. A cada lado había profusión de balcones, galerías, torrecillas, templetes y
minaretes fantásticamente tallados. Abundaban los bazares, y había un despliegue de ricas