mercancías en infinita variedad y abundancia: sedas, muselinas, la cuchillería más
deslumbrante, las joyas y gemas más espléndidas. Además de estas cosas se veían por todas
partes estandartes y palanquines, literas con majestuosas damas rigurosamente veladas,
elefantes con gualdrapas suntuosas, ídolos grotescamente tallados, tambores, pendones,
gongos, lanzas, mazas doradas y argentinas. Y en medio de la multitud, el clamor, el
enredo, la confusión general, en medio del millón de hombres blancos y amarillos con
turbantes y túnicas y barbas caudalosas, vagaba una innumerable cantidad de toros
sagrados, mientras vastas legiones de asquerosos monos también sagrados trepaban,
parloteando y chillando, a las cornisas de las mezquitas, o se colgaban de los minaretes y de
las torrecillas. De las hormigueantes calles bajaban a las orillas del río innumerables
escaleras que llegaban a los baños, mientras el río mismo parecía abrirse paso con
dificultad a través de las grandes flotas de navíos muy cargados que se amontonaban a lo
largo y a lo ancho de su superficie. Más allá de los límites de la ciudad se levantaban, en
múltiples grupos majestuosos, la palmera y el cocotero, y otros gigantescos y misteriosos
árboles añosos, y aquí y allá podía verse un arrozal, alguna choza campesina con techo de
paja, un aljibe, un templo perdido, un campamento gitano, o una solitaria y graciosa
doncella encaminándose, con un cántaro sobre la cabeza, hacia las orillas del magnifico río.
«Ustedes dirán ahora, por supuesto, que yo soñaba; pero no es así. Lo que vi, lo que oí, lo
que sentí, lo que pensé, nada tenía de la inequívoca idiosincrasia del sueño. Todo poseía
una consistencia rigurosa y propia. Al principio, dudando de estar realmente despierto,
inicié una serie de pruebas que pronto me convencieron de que, en efecto, lo estaba.
Cuando uno sueña y en el sueño sospecha que sueña, la sospecha nunca deja de
confirmarse y el durmiente se despierta de inmediato. Por eso Novalis no se equivoca al
decir que “estamos próximos a despertar cuando soñamos que soñamos”. Si hubiera tenido
esta visión tal como la describo, sin sospechar que era un sueño, entonces podía haber sido
un sueño; pero habiéndose producido así, y siendo, como lo fue, objeto de sospechas y de
pruebas, me veo obligado a clasificarla entre otros fenómenos.»
—En esto no estoy seguro de que se equivoque —observó el doctor Templeton—, pero
continúe. Usted se levantó y descendió a la ciudad.
«—Me levanté —continuó Bedloe mirando al doctor con un aire de profundo
asombro—, me levanté como usted dice y descendí a la ciudad. En el camino encontré una
inmensa multitud que atestaba las calles y se dirigía en la misma dirección, dando muestras
en todos sus actos de la más intensa excitación. De pronto, y por algún impulso
inconcebible, experimenté un fuerte interés personal en lo que estaba sucediendo. Sentía
que debía desempeñar un importante papel, sin saber exactamente cuál. La multitud que me
rodeaba, sin embargo, me inspiró un profundo sentimiento de animosidad. Me aparté
bruscamente, deprisa, por un sendero tortuoso, llegué a la ciudad y entré. Todo era allí
tumulto, contienda. Un pequeño grupo de hombres vestidos con ropas semiindias,
semieuropeas, y comandado por caballeros de uniforme en parte británico, combatían en
desventaja con la bullente chusma de las callejuelas. Me uní a la parte más débil, con las
armas de un oficial caído, y luché no sé contra quién, con la nerviosa ferocidad de la
desesperación. Pronto fuimos vencidos por el número y buscamos refugio en una especie de
quiosco. Allí nos atrincheramos y por un momento estuvimos seguros. Desde una aspillera
cerca del pináculo del quiosco vi una vasta multitud, en furiosa agitación, rodeando y
asaltando un alegre palacio que dominaba el río. Entonces, desde una ventana superior de
ese palacio bajó un personaje, de aspecto afeminado, valiéndose de una cuerda hecha con
los turbantes de sus sirvientes. Cerca había un bote, en el cual huyó a la orilla opuesta del