La máscara de la Muerte Roja
La «Muerte Roja» había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había
sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de
la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros
sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la
víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía. Y la
invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron
semidespoblados llamó a su lado a mil robustos y desaprensivos amigos de entre los
caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías
fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el
excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la
circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos
trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar
ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí.
La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos
podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta;
entretanto, era una locura afligirse o meditar. El príncipe había reunido todo lo necesario
para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y
vino. Todo eso y la s Y