—¡Ja, ja...! ¡Sí... el amontillado...! Pero... ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán
esperando en el palazzo... mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
—Sí—dije—. Vámonos.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
—¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
—¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue
devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la
humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su
sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de
huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!