los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no
estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y
opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero, cuyos
rayos proyectábanse a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada
estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero
en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que, a través de los cristales de color
de sangre, se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente
siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que
pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies.
En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de
ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el
minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del
mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis
eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir
momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban
por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el
desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los
más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente,
como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos
cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí,
como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el
siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de
sesenta minutos (que abarcan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye), el reloj
daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos
se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos
de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con
bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían
que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo
estaba.
El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete
salas destinadas a la gran fiesta, y su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo
fantasmagórico —mucho de eso que más tarde habría de encontrarse en Hernani—.
Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes; veíanse fantasías
delirantes, como las que aman los maniacos. Abundaba allí lo hermoso, lo extraño, lo
licencioso, y no faltaba lo terrible y lo repelente. En verdad, en aquellas siete cámaras se
movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en
todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña
música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento
todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados,
rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden —apenas han durado un
instante—, y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la
música, viven los sueños, contorsionándose de aquí para allá con más alegría que nu