tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal de Moskoe-ström mucho más
arriba del remolino y anclar luego en cualquier parte cerca de Otterham o Sandflesen,
donde las mareas no son tan violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un
nuevo intervalo de calma, en que poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás
iniciábamos una expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida
como para el retorno —un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la
vuelta—, y era raro que nuestros cálculos erraran. Dos veces, en seis años, nos vimos
precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara
en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana donde estábamos,
muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro
arribo, y que embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta
ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los
remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos
que arrastrara), si no hubiera sido que terminamos entrando en una de esas innumerables
corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el
refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.
»No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que encontrábamos en
nuestro campo de pesca —que es mal sitio para navegar aun con buen tiempo—, pero
siempre nos arreglamos para burlar el desafío del Moskoe-ström sin accidentes, aunque
muchas veces tuve el corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en
un minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos
pensado al zarpar y el queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que
pudiéramos gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de
dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda
en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero, aunque
estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, no nos sentíamos con ánimo de
exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible, ésa es la pura
verdad.
»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de
julio de 18..., día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó
uno de los huracanes más terribles que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo,
durante toda la mañana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del
sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido prever lo
que iba a pasar.
»Los tres —mis dos hermanos y yo— cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no
tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más
abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las siete —por mi reloj— levamos
anclas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que
según sabíamos iba a producirse a las ocho.
»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin
pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero,
de pronto, sentimos que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy
insólito; jamás nos había ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber
exactamente por qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban
avanzar, e iba a proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado anclados
cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña
nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez.