Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada
en la vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas» tienen que referirse
indudablemente, a las porciones del canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de
Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente
grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del
remolino desde la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba
el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el
honrado Jonas Ramus consigna —como algo difícil de creer— las anécdotas sobre ballenas
y osos, cuando resulta evidente que los más grandes buques actuales, sometidos a la
influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al huracán
y desaparecerían instantáneamente.
Las tentativas de explicar el fenómeno —que, en parte, según recuerdo, me habían
parecido suficientemente plausibles a la lectura— presentaban ahora un carácter muy
distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía en que el vórtice, al igual que
otros tres más pequeños situados entre las islas Feroe, «no tiene otra causa que la colisión
de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos
de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así,
cuanto más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un remolino o
vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente conocido por experimentos
hechos en menor escala». Tales son los términos con que se expresa la Encyclopaedia
Britannica. Kircher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelström hay un
abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una
de las hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnia). Esta opinión, bastante gratuita
en sí misma, fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube
contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien
casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto a la
hipótesis precedente, confesó su incapacidad para comprenderla, y yo le di la razón, pues,
aunque sobre el papel pareciera concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso
absurda frente al tronar de aquel abismo.
—Ya ha podido ver muy bien el remolino —dijo el anciano—, y si nos colocamos
ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un
relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el Moskoe-ström.
Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:
«—Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una goleta, de
unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de Moskoe
y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar
durante las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la
costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la
región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí se puede
pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos. Pero los
sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las rocas, no sólo ofrecen la variedad
más grande, sino una abundancia mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos
en un solo día lo que o